«I think I fell in love with a porn star and got married in the bathroom, honey-mooned on the dancefloor and got divorced by the end of the night… That’s one hell of a life» canta Kanye West al final de «Hell of a Life«. Y lo cierto es que, más allá de la fardada que pueda marcarse el tipo a la hora de refregarnos por la cara que su vida mola mogollón y que en una noche vive mucho más de lo que pueden soñar cualquier princesa de la white trash, lo cierto es que esa frase describe a la perfección la experiencia de escuchar «My Beautiful Dark Twisted Fantasy» (Roc-a-Fella / Universal, 2010)… Se empieza por el enamoramiento de algo puramente estético y violentamente sexual. Así son las superficies que maneja Kanye en sus canciones: lúbricas, dirigidas a la entrepierna para, desde allá, propinar duros golpes al cerebro en forma de pulsos eléctricos que ponen las terminaciones nerviosas de punta. Dice el rapero (menos rapero de la historia del género) que su intención con este disco es asentar las bases de una nueva variante del hip-hop que mire descaradamente hacia el estadio, hacia los coros masivos y el sudor compartido entre el público dándolo todo a pie de pista. Y vamos que si lo consigue.
Tampoco es que esa vocación de trascender las rígidas fronteras del hip-hop sea algo nuevo para Ye. No hay duda de que la trilogía universitaria con la que se dio a conocer era una puesta al día del legado sampledelico de J Dilla por la vía del baño de masas: sus canciones, concebidas como Frankensteins que prefieren quedarse sobre la mesa del laboratorio disfrutando de las múltiples descargas eléctricas, acabaron calando incluso entre los menos aficionados al género de las camisetas jartas y las gorras de beisbol vueltas del revés. Su siguiente movimiento, el excelente y a veces trágicamente minusvalorado «808s & Heartbreak» (Roc-a-Fella, 2008), puso sobre la mesa la posibilidad de que aquel nuevo hip-pop también se acercara al revival ochentero de sintes y vocoders. Pero no hay que perder de vista el hecho de que, hasta este momento, los logros de Kanye han consistido en propulsarse desde bases ajenas… Ahora, sin embargo, «My Beautiful Dark Twisted Fantasy» significa el encuentro del rapero con su propio sonido: un género en sí mismo, llamémoslo hip-hop de estadio, capaz no sólo de arrebatar a todo aquel que se le ponga por delante (por poco que entienda de la materia), sino, sobre todo, capaz de hacer que todo un conjunto de canciones calen en el (in)consciente colectivo musical con la fuerza de los coros de los primeros Arcade Fire. Así de fuerte viene pegando Ye. Así que sí, por mucho que sepamos que es un poco estrella del porno, no podemos evitar casarnos con su nueva propuesta. Porque, básicamente, Ye le ha abierto al hip-hop las puertas del siglo XXI.
Después llega la luna de miel: las canciones. Y aquí es donde «My Beautiful Dark Twisted Fantasy» reparte hostias… El punto álgido se lo marca Kanye en «Runaway» partiendo de cuatro teclas de un piano (y una de las letras más brillantes de los últimos tiempos: «let’s have a toast for the douchebags«… Estoy deseando levantar la copa en Año Nuevo y hacer un brindis con esta frase) y aterrizando directamente en algo así como una estilización y sintetización del hip-hop más dandy. Pero también hay zumbidos jartísimos que suenan a sexo cerdo en modo bling bling: «Hell of a Life» puede volver loco a cualquiera a base de sintes sísmicos, mientras que «Monster» opta por la rítmica percutiva y el fraseo como metralleta. Que nadie se asuste, que cuando decíamos que aquí había chicha para las masas, es que la hay: «All of the Lights» es a lo que deberían sonar las choni-divas del R&B si les diera por seguir las sabias enseñanzas troni de la diosa Kelis. Y «Lost in the World» da sopa con hondas a todos los nuevos hip-poperos que han intentando seguir la estela de Ye (especialmente al mismo John Legend que canta en este tema y al algo insufrible Kid Cudi que aparece en otros). A otro nivel (estratosférico) queda también «POWER«, donde se resume la genialidad que hace de «My Beautiful Dark Twisted Fantasy» una experiencia sublime: como en el resto de canciones, aquí West consigue que la tensión externa de una superficie incandescente (esos coros tribales, esos beats entrecortados) se libere a través de diminutos pero deliciosos puntos de fuga (en este caso, el dulce piano final que actúa de ungüento para heridas de hondo calado).
Pero ya hemos dicho que, nos guste o no, esta experiencia acaba en divorcio. Y no nos referimos a los momentos algo más bajos del disco, como la algo prescindible «Gorgeous» (en la que se vislumbra más del último y peñazo Kid Cudi que del propio Kanye) o, en menor medida, «So Appalled» (que acaba viéndose lastrada por una duracion excesiva pese al acierto de su excepcional uso de la aliteración oclusiva)… No, en este caso, el divorcio nos lo pide el mismo Kanye West. Porque, admitámoslo, después de un disco de una inmensidad como la de «My Beautiful Dark Twisted Fantasy«, Ye no debería ser propiedad de una única persona… Discos como estos existen para que cada uno le dé un significado y acabe ocupando un destacadísimo lugar en su vida. Así que, con un escalofrío de placer recorriendo nuestra espina dorsal cuando pensamos qué nuevo hito podrá marcarse Kanye después de esto, le aceptamos el divorcio. Básicamente, porque Ye y su fantasía bella, oscura y retorcida deberían ser patrimonio de la humanidad.