Aquellos que hemos crecido en un ambiente musical principalmente masculino y heterosexual nos hemos perdido, creo (y esto es una opinión muy personal), muchas cosas maravillosas. Hemos ignorado durante demasiado tiempo lo que ocurría al otro lado del río. Lo veo ahora, en muchos de mis compañeros de rebaño, cómo, con el tiempo, igual que yo, nos hemos ido abriendo a otras propuestas donde el macho alfa no sea necesariamente el amo y señor de nuestro Olimpo. He visto cómo, poco a poco, hemos ido cruzando ese río para abrazar como poseídos los cantos de sirena y hemos terminado, por fin, empapados en ese fascinante y antes desconocido mundo de la mujer. Pero de la mujer como creadora activa de experiencias, y no receptora pasiva de sueños (húmedos).
Quizá fue en el primer año de universidad cuando una amiga me dio una casette de Tori Amos. Fue mi primer contacto con un universo hasta entonces oculto. Creo que debí de mantener mi emoción en silencio, a cubierto de las malignas miradas y comentarios de los amigotes, para quienes el culmen de la feminidad era la melena de Kurt Cobain. Ese inicial asombro que sentí hacia la música de lo que parecía ser un extraterrestre haciendo canciones pop ha sido una constante en mi vida desde entonces, un jeroglífico que llevo años intentando descifrar. ¿Qué se esconde en la mente de ellas para ser capaces de hacer algo tan sutilmente extraño? ¿Qué tipo de sensibilidad poseen Björk, Lucrecia Dalt, Fatima Al Qadiri, St. Vincent, FKA Twigs, Jenny Hval, Juliana Barwick, Grouper, Joanna Newsom, por poner algunos ejemplos actuales y diversos, que parece ser tan diferente de la nuestra, la de los hombres?
Imaginadora de historias, contadora de fantasías, la de Los Ángeles hace música que, si tuviera alas, despegaría y partiría hacia tierras más bellas y no volveríamos a escucharla nunca.
De todas ellas, si alguna puede presumir de ese cromosoma mágico es, sin duda, Julia Holter. Imaginadora de historias, contadora de fantasías, la de Los Ángeles hace música que, si tuviera alas, despegaría y partiría hacia tierras más bellas y no volveríamos a escucharla nunca. Sus canciones, por suerte, consiguen capturar ese momento elusivo en que el sueño se acerca a su fin, apunto de evaporarse y perderse en los humos de nuestra contaminada realidad. Son pequeños milagros flotantes en la malla del espacio-tiempo. Holter dio su primer paso hacia el firmamento con su tercer trabajo, “Loud City Song” (Domino, 2013). Pero es ahora, con “Have You In My Wilderness” (Domino, 2015), cuando debería ser encumbrada como una de las grandes artistas de nuestros días.
Se ha dicho que este último álbum es más pop, o lo más parecido al pop que ha realizado nunca. Quizá sea cierto, aunque no por esto ella se aleja de sus raíces avant-garde ni opta por algo mucho más accesible que le acerque al éxito comercial. Lo que pasa es que, si «Loud City Song» era casi un musical, basado en la obra “Gigi” de Colette, ahora nos deleita con una colección de canciones más al uso, pero sin perder un ápice de delicadeza literaria ni ambición teatral. Holter admite que su intención es la de contar historias, quizá así escondiendo su persona tras ellas, aunque en los personajes que pueblan su música se encuentran sus propias pasiones, deseos y miedos, camuflados pero desnudos, si el oyente los quiere encontrar. Estas historias ya no se presentan en forma de obra épica conceptual sino como libro de relatos cortos.
El comienzo de “Have You In My Widerness” es de los más arrebatadoramente exquisitos que recuerdo. No es necesario explicar con palabras lo que merece ser vivido en primera persona. “Feel you” es una delicia de instrumentación sublime, entre el jazz atemporal americano y el pop etéreo del siglo XXI. Desde esos primeros compases, Julia Holter no deja de sorprender y maravillar con sus pequeños grandes laberintos musicales, fruto de una imaginación que quizá solo sea capaz de albergar la sensibilidad de una mujer.