Tengo que reconocer que hace tiempo que vivo en una nostalgia perpetua de la electrónica de los 90. Cuando antiguas glorias de aquella década lanzan nuevos trabajos, siempre me parece que el nivel de azúcar en sus venas ha aumentado hasta el nivel de un éclair de crema (nótese la referencia moñas) capaz de hacer explotar tus venas a base de dulce colesterol. Y cuando se trata de comparar los lanzamientos de nuevos artistas con las sonoridades de aquellos tiempos, simplemente no hay color. No es cuestión de blandenguería melancólica, sino de todo lo contrario: lo que hecho en falta es precisamente aquella capacidad que tenían ciertos músicos de transgredir, de proporcionarte placer llevando tu capacidad de aguante hasta el máximo. Algo así como un rito de iniciación masoquista en el que, a base de repetición, a base de patrones, el umbral del dolor acaba estando muy pero que muy cerca del umbral del placer. Para que nos entendamos: estoy hablando de «Rollin’ & Scratchin’» de Daft Punk. Por poner un ejemplo.
Tampoco estoy diciendo que se hayan extinguido los artistas capaces de empujar a la música electrónica precipicio abajo hacia un mar de cristales rotos destinados a causar pupa, sangre y laceraciones diversas. Son como las meigas: haberlos, haylos. Pero escasean. Y precisamente por ello resulta curioso considerar que uno de ellos sea Jeremy Greenspan, quien alcanzara fama al frente de aquellos (¿ya desaparecidos completamente?) Junior Boys que se labraron un nombre a base de un synth-crooning sensual, nocturno y húmedo. Música para follar, vamos. Tras anunciar el cese de sus actividades como Junior Boys, Greenspan ya sorprendió a propios y a extraños con temas como «GUU«, «Crown Princess«, «Sirius Shake» o «Drums&Drums&Drums«, donde recurría a sonoridades menos amables, más disgresivas y duras. Todo aquel material (lanzado en Jiaolong, el sello de su colega Dan Snaith de Caribou), sin embargo, tenía una amplia cualidad de «work in progress«: enganchaba por lo que tenía de potencia más que por lo que acababa concretando.
Pero, por suerte, aquella potencia se ha acabado por concretar en «God Told Me To» (Jiaolong, 2013), un EP en compañía de Borys y con tan sólo cuatro temas capaces de retrotraerte a la electrónica más dura de los 90 sin necesidad de ponerse nostálgico, sonando a aquí y a ahora. El disco se abre con la titular «God Told Me To«, donde los ecos de Laurent Garnier se mueven a la deriva en un océano de lava ardiente que abrasa pero que provoca una adicción casi hipnótica. A continuación, el single «Saint Hood» pega un volantazo hacia la escuela alemana con unos ritmos mucho más secos, partiendo de la metronimia matemática para desbaratar las cuentas y volver a crear un estado mental deliciosamente perturbado. «Stylite» hace un alto al camino recurriendo a una electrónica mucho más paisajista, menos agresiva en lo formal pero igual de oscura en lo mental. Y, por último, «The Devil’s Punch Bowl» suena al ataque violento de unos desalmados en un callejón oscuro: te pilla por sorpresa, te muele a palos, te deja sangrando en el suelo… Y, a continuación, te preguntas por qué no dejas que te metan palizas como esta más a menudo. Con lo bien que sientan.
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