Hay un punto muy jodido para todo crío en su vida, y es cuando tiene que admitir que su padre es su padre, pero no un superhéroe. Que tiene sus límites, vamos. Que no va a venir volando a partir las piernas de los bulliers de tu clase. Que su caja de herramientas no es un martillo caído de Asgard. Que no levantará la lavadora con una mano cuando se te caiga un euro debajo del aparato, sino que tendrá que apartarlo como buenamente pueda. Ese es uno de los primeros «catacracks» que afectan al corazoncito masculino (que lo tenemos) y al que me cuesta encontrarle un paralelismo femenino. Sea como sea, es un momento triste por todo lo que tiene de adocenamiento y de incorporación a la realidad: a partir de ese instante en el que bajas a tu padre del pedestal, la magia empieza a extinguirse de tu entorno como una niebla que se disipa y va dejando ver poco a poco la oscuridad de la realidad pura y dura. Será por eso que, a partir de ahí, e independientemente de la edad que tengamos, todos nos pasamos la vida buscando hechizos que devuelvan un poco de magia a nuestra existencia. Ya puede ser un libro, una película… O una canción. Muchas canciones. Muchísimas canciones como las que Jens Lekman ha ido firmando desde su debut esplendoroso con «When I Said I Wanted To Be Your Dog» (Secretly Canadian, 2004) y que han ayudado a que nuestra última década esté bañada de colores más amables y dulces.
Pero digámoslo ya, para que duela lo menos posible: «I Know What Love Isn’t» (Secretly Canadian, 2012) no ha conseguido mantener el nivel estratosférico de «Night Falls Over Kortedala» (Secretly Canadian, 2007). Aunque también hay que ser sinceros: lo tenía bien difícil. Aquel disco, que supo capturar perfectamente el esplendor naif del pop como joya de valor incalculable que tan bien tallaron artesanos sesenteros y setenteros como The Carpenters o The Free Design, era un chute de vitalidad y de ganas de vivir, de euforia y de ganas de amar y abrir el corazón a la primera que te pasara por delante. Así las cosas, ¿cómo igualar la jugada? ¿Por la vía de la continuidad (fallida el 96,48 % de las ocasiones)? ¿O mejor admitir que has llegado a una cima e iniciar el descenso antes de ir a por otra montaña todavía mayor? «I Know What Love Isn’t» sabe, indudablemente, a derrota. Pero, al fin y al cabo, de eso va el álbum: de afrontar el bajón sin perder la chispa de la ilusión en la mirada, sin perder la belleza en tus andares por mucho que el peso encorve tus hombros. De hecho, si «Night Falls Over Kortedala» era un subidón tecnicolor a lo 70s, el primer single filtrado, «Erica America«, hacía pensar que «I Know What Love Isn’t» iba a ser su continuación ochentosa. Los arreglos del mencionado tema, con una guitarra española hortera a más no poder y con un saxo noctívago rozando lo trasnochado, hacía pensar en lo delicioso que sería encontrar, por fin, un punto medio entre el talibanismo de AOR megalómano del último Iron & Wine en «Kiss Each Other Clean» (Warner, 2011) y el formalismo -genialmente- engolado de Destroyer en «Kaputt» (Merge, 2011) y su recuperación de los 80 más canallas (canallas a la manera de los 80, entiéndanme ustedes, con hombreras y pelo engominado).
Y aunque algo hay en «I Know What Love Isn’t» de lo que sospechamos con «Erica America«, al final parece que Jens no ha querido llevarlo hasta el último extremo (ya lo harán otros) y ha preferido no alejarse demasiado de sus propias coordenadas. Al fin y al cabo, esto puede ser una bajada a paso lento, pero sigue siendo un punto del camino más cercano a la cima de lo que podría hacernos pensar eso de que hayan pasado cinco años desde su anterior referencia. Lo que sí que es innegable es que el ritmo de sus nuevas canciones ha bajado las revoluciones (¿Será la edad? ¿Será el cansancio? ¿Será la depresión amorosa) y ha convertido la producción y la multi-instrumentación en algo mucho más sutil, aunque nunca mínimo. Temas como «Become Someone Else’s» (con el piano alegrando a unos violines tristones), la bellísima «Some Dandruff on Your Shoulder» (con la trompeta tirando hacia los 80 y la flauta hacia los 60) o la titular -y sublime- «I Know What Love Isn’t» (de nuevo con la flauta destartalada dando una visión del pop arrebatadoramente naive que acaba de enamorar con unas cuerdas que supuran hermosura) apuestan por el «menos es más» sin sacrificar por ello una visión luminosa y preciosista del pop con mayúsculas. Otras canciones, como la ya conocida «The End of the World is Bigger Than Love» (a la que no hay que quitarle el hierro de su pluscuamperfección como artefacto de pop rompecorazones por mucho que ya haga dos años que la conozcamos) o «The World Moves On» (donde las trompetas adquieren un protagonismo estelar compartido por un ritmo de guitarra y bajo muy adult oriented), se obstinan en recuperar los ritmos y cadencias del pasado de Lekman. Y lo consiguen.
Pero, sin embargo, la mayor sorpresa llega cuando Jens lleva la depuración al máximo: «I Want a Pair of Cowboy Boots» reduce su esqueleto a una guitarra de campamento (con unos microméticos apuntes de cuerda), mientras que «Every Little Hair Knows Your Name» se desdobla para quedarse en piano abriendo el disco y en una guitarra cerrándolo. En ambos casos, la belleza del ejercicio desgarra el alma: en sus casi diez años de carrera, esta es la vez que se percibe más desnudo a Lekman. Habituado a utilizar el humor y la ironía como escudo a la hora de batallar en los páramos comunes del amor postmoderno y urbanita, en estas canciones parece que el artista desactiva las alarmas y nos muestra parte de unas entrañas que intuíamos, pero que nunca nos había mostrado directamente. La visión es, como no podía ser de otra forma, preciosa. Humana y preciosa. Como cuando eres pequeño y tu padre deja de ser tu superhéroe… pero pasa a ser una persona humana y preciosa. De hecho, es su humanidad lo que le hace más bello todavía. Aunque eso es una cosa que no aprendemos hasta que pasan muchos años.