Culpemos a la crítica musical. ¿Cuántas veces habéis leído (y, por la parte que nos toca, hemos empleado desde este lado de la barrera) eso de que tal o cual artista es un mago? ¿Un escapista? ¿Un prestidigitador? Muchas. Demasiadas. Tantas, que casi se podría decir que hemos agotado la imagen. Poco nos ha faltado para chuparle los huesecillos a la metáfora… Y, sin embargo, ¡shame on us! Deberíamos haber reservado el concepto entre paños de oro hasta la llegada de James Blake. Porque, por mucho que creyéramos habernos topado anteriormente con faunos juguetones aficionados a alterar la percepción de sus espectadores invirtiendo las leyes de la naturaleza (y, en el mejor de los casos, de la acústica), todavía no habíamos visto nada. El jovencísimo Blake (apenas 22 años) ha irrumpido en la escena musical con la naturalidad con la que los mejores magos desenvuelven sus números delante de nuestros ojos, sin mangas largas que oculten trucos ni humo sobre el escenario ni luces cegadoras ni elementos que desvíen la atención. El autor de «James Blake» (Universal, 2011) podría estar desnudo en un espacio vacío, sin trampa ni cartón, y conseguir igualmente que los cambios de forma (y de idea) se materializasen delante de nuestras narices sin que los viéramos venir.
Y es que la grandeza de «James Blake» reside en el factor sorpresa, sosegado y sutil, con el que el artista maneja sus canciones como quien conduce una barca describiendo formas sinuosas e hipnóticas alterando el mínimo la superficie de un lago de aguas cristalinas. Las composiciones de Blake se quiebran sobre sí mismas como si observases en «mute» un documental televisivo en el que un animal se retuerce en una convulsión seca sobre su propia espina dorsal: la violencia en su acepción más sorda y, por lo tanto, impactante. La primera vez que escuchas temas como el pluscuamperfecto «I Never Learnt to Share» es inevitable que, al llegar al final, te preguntes qué te has perdido, cómo has llegado desde aquel arranque moroso y melancólico, casi una pataleta de niño abúlico («my brother and my sister they don’t speak to me… but I don’t blame them«), hasta este final en buzz, fuzz y cualquier cosa que suene a zumbido emocional que al final acaba colapsándose sobre sí mismo. Y aunque en este tema la respuesta está en un sublime despliegue del concepto de progresión, en cada una de los composiciones pueden rastrearse otras múltiples respuestas no siempre tan obvias ni tan simples: lo más normal es que te encuentres continuamente alzando las cejas al toparte con giros inesperados en los que plantearse cómo, con sus juegos de manos, James Blake ha conseguido huir hacia adelante (y hacia atrás y hacia arriba y hacia abajo) a la vez que huye del formato convencional de canción.
«James Blake» hace pensar que mucho es de lo que parecer querer huir su autor. Huye de los corsés de la estructura pop tradicional aunque tampoco se mete en la camisa de once varas del jazz ni en los pantalones de ningún otro género: lo suyo es vestir jirones para crear prendas novedosas en las que el género queda aplastado por completo bajo lo genuino de las emociones (y de eso, al fin y al cabo, debería tratar la música). Pero es que, además, y por mucho que la mayoría de nosotros deseara erigirle como el nuevo adalid (y salvador) de una escena post-dubstep en la que nadie ha osado todavía a sublimar ese «post» que ha resultado más teoría que práctica, finalmente Blake también ha decidido huir de la sonoridad del subsuelo londinense (aquella que nos dejó atontados como un par de ostias directas a las orejas de su EP «CMYK«; R&S, 2010). Lo que puede escucharse en «James Blake» tiene mucho más que ver con la posibilidad remota de la colisión entre dos Jamies: Jamie Lidell y Jamie xx. De hecho, el álbum suena como si la expansividad del post-jazz popero de Lidell quedará acotadísima entre dos paréntesis (en forma de x) ajustados por la gigantesca capacidad para la economía de medios de The xx. Hay temas que optan por un arrebatador y despojado a capella, mientras que otros juegan a la pata coja sobre una prótesis de madera y cuerda muy poco dubstepera: el piano… El maximalismo emocional obtenido por la vía del minimalismo formal
De esta forma, los juegos de manos de James Blake acaban compilándose en un repertorio amplio que consigue, como se afirmaba más arriba, que cada truco sea novedoso no sólo respecto al conjunto, sino incluso de forma interna. Más allá de la portentosa voz de Blake, sin duda el hilo ardiente que se cose a la piel de cada tema para formar un conjunto homogéneo, ahí queda la bruma de soft-noise que embarga el corazón de la desarmante «Wilhelms Scream«, la utilización definitiva de la voz como textura armónica en «I Mind» o el talibalismo de «Limit To Your Love«, esa versión de la canción de Feist que, sin embargo, evita a toda costa los rasgos más reconocibles de aquel tema y que juega con la anticipación de un oyente que espera un estribillo que siempre acaba escurriéndose hacia la oscuridad mientras que, en el primer plano de luz, acaban erupcionando elementos mucho más interesantes (ese piano, ese zumbido). O, de forma diferente pero no contraria, esa jugada en la que la prestidigitación no se circunscribe en los cambios dentro de una misma composición, sino en el desdoblamiento en dos partes de un mismo tema, «Lindisfarne I» y «Lindisfarne II«, que se reflejan el uno sobre el otro como dos espejos cóncavos que producen una ilusión de infinito al enfrentarse. E incluso, evitando lo evidente, cuando la ya mencionada «I Mind» se convierte en el reprise (emocional y melódico) de «Why Don’t You Call Me«… Todo un conjunto de decisiones y sorpresas que nos obligan a admitir que, si a principios de siglo XX en los circos se vendían ciertos espectáculos como «lo nunca visto», lo de James Blake debería venderse, a principios del siglo XXI, como «lo nunca escuchado».