El año pasado hizo diez años de la publicación de «The Creek Drank The Cradle» (SubPop, 2002) y el año que viene se cumplira una década desde la aparición de «Our Endless Numbered Days» (SubPop, 2004): el primero fue el debut en largo de Sam Beam bajo el nombre de Iron & Wine (y, para muchos, cuna y cumbre de su folk rural de atardecer) y el segundo fue, sin lugar a dudas, la confirmación del artista como uno de los nombres determinantes en la reconfiguración del panorama folk del nuevo siglo que, por aquel entonces, se estaba intentando contener en barreños etiquetados como nu-folk, weird-folk y muchos otros denominadores que acabaron revelándose igual de inoperantes. Y es ahora, a medio camino de ambos aniversarios, cuando el nuevo trabajo de Iron & Wine nos proporciona por fin la posibilidad de visualizar con un poco más de claridad el patrón artístico de Beam… Bonnie ‘Prince’ Billy, por poner un ejemplo no muy lejano, es un artista que en cada nuevo disco juega a seguir ampliando sus múltiples personas y personajes; y, por poner otro ejemplo afin, Bill Callahan es un tipo que jugó a llevar hasta el extremo su propuesta de folk lo-fi como (smog) para, una vez agotada, empezar a explorar una nueva vía que sigue con ahínco bajo su nuevo nombre. Ambos son artistas con varias décadas de existencia y con muchos discos a sus espaldas. Entonces, ¿ya podemos establecer un patrón de conducta en Iron & Wine?
Algo así. Lo que está claro es que «Ghost on Ghost» (Nonesuch, 2013) puede abordarse desde muy diversas posturas. Y es que el nuevo trabajo de Iron & Wine supone a la vez tanto una contracción respecto al anterior disco de Beam, «Kiss Each Other Clean» (Warner, 2011), como una reminiscencia hacia sus primeros álbumes de folk desnudo. El anterior lanzamiento de Beam fue señalado como un viraje algo antinatural hacia unos parajes de jazz a lo big band que parecían aniquilar las distancias cortas que había cultivado hasta antes de «The Shepherd’s Dog» (SubPop, 2007): si antes había practicado introspección, ahora parecía que era el momento de la extroversión. Algo de aquello queda en «Ghost on Ghost«: como primer single de adelanto, «Lover’s Revolution» podía engañar con sus formas de coolism arty muy 70s, como una especie de esquizofrenia jazz aplicada al legado de Henry Mancini. Escuchando sólo este tema, cualquiera podría haber pensado que «Ghost on Ghost» sería la consecuencia lógica de «Kiss Each Other Clean«. Y, de hecho, hay otras composiciones que bien podrían reforzar esta impresión: «Singers and The Endless Song» es una muestra de soft rock con toques free en la que las trompetas y los coros hacen pensar en la tensión de un club de jazz nocturno; y «Grass Windows» lleva ese toque de estilización instrumental hacia un relax que se ve punteado por momentos de intensidad donde la trompeta vuelve a adquirir mucho protagonismo.
Pero resulta que, en contraposición a lo dicho, «Ghost on Ghost» también incluye temas que tienen todas las papeletas para convertirse en el nuevo clásico de aquellos fans que echan de menos al Iron & Wine de «Our Endless Numbered Days«: «Joy» es una joyita de proporciones minúsculas (dos minutos y medio) pero de un alcance emocional de alto voltaje gracias a la voz siempre rompecorazones de Beam y de una melodía de campanillas capaz de enternecerte en menos de tres segundos; mientras que «Winter Prayers«, basada en una simple guitarra acústica y en un piano esquelético acompañados de unos coros llorones (que no lloricas), es uno de esos temas que a la primer escucha pueden pasar desapercibidos pero que pronto se consiguen en una víctima en potencia del botón de «repeat». También hay composiciones que remiten a la alegría celebrativa campestre de «The Shepherd’s Dog«, como la apertura brillante y luminosa de «Caught in the Briars» o el himno de atardecer en el porche que cierra el álbum con «Baby Center Stage«. Pero también hay muchas otras canciones difíciles de localizar en las coordenadas discográficas de Iron & Wine: temas como la sublime «The Desert Babbler» o la cristalina «New Mexico’s No Breeze» podrían incrustarse en la tradición de The Carpenters o de los The Mamas and The Papas menos hiperactivos; mientras que tampoco es descabellado pensar en referencias más actuales como Belle & Sebastian o Jens Lekman al enfrentarse a gemas fascinantes como «Graces for Saints and Ramblers«.
Entonces, una década después y con un disco que remite a sus anteriores trabajos pero también a nuevas vías explorativas, ¿podemos o no podemos establecer ya un patrón en la discografía de Iron & Wine? Como decía más arriba, las aproximaciones son diversas: los más escépticos pensarán que, tras la tibia acogida de «Kiss Each Other Clean«, Beam ha decidido relajar sus ínfulas de big band de estadio y lanzar a sus fans de toda la vida algunos anzuelos lo suficientemente suculentos para que vuelvan a confiar en él. Otros pensarán que, simple y llanamente, tal heterogeneidad en este disco sólo puede indicar que Sam Beam está tremendamente perdido. Pero todo esto son cosas que se pueden pensar sólo cuando lees sobre «Ghost on Ghost«… nunca cuando lo escuchas. Y es que basta experimentar en primera persona este álbum para sorprenderse ante la coherencia de la nueva propuesta: las canciones, una detrás de otra, suenan compactas como partes de un todo más grande. De hecho, más que una retirada a tiempo respecto al jazz a lo grande de su anterior trabajo, «Ghost on Ghost» debería entenderse como la aplicación de lo aprendido durante la exploración de «Kiss Each Other Clean«: teniendo en cuenta que aquella propuesta no podía llevarse a más, Beam aplica el minimalismo y se encuentra con que tampoco era tan diferente al folk despojado de sus inicios. Se encuentra, también, con su mejor álbum desde «Our Endless Numbered Days«.
Y este puede que sea el patrón que debamos esperar en la carrera de Iron & Wine: exploraciones valientes para la posterior asimilación a un espíritu primigenio e indestructible que acompañará a Sam Beam pasen los años que pasen. Dolorosamente similar a la vida humana… Una lista de fracasos y victorias llevados hasta el extremo que, finalmente, acaban quedándose en el rizoma de tu ADN para siempre jamás.