El endiosamiento al que asistimos, en muchas ocasiones, hacia algunos artistas denominados como “clásicos” o de la “vieja escuela” hagan lo que hagan, suele ser casi hasta pornográfico, si se me permite. Porque mira que Dylan ha entregado mierdas reales, que The Rolling Stones han pasado décadas (que ya es mucho decir) de sequía compositiva, que gente como Robert Plant, Eric Clapton y un sinfín de clásicos han estado sumidos en la más pura planicie creativa… En el caso de Gil Scott-Heron pasa lo contrario, y no porque su producción haya sido mucha y siempre excelente, sino porque, sea por la razón que fuese, ha sabido dosificar su creatividad y aparecer en los momentos concretos para repartir a diestro y siniestro flora y fauna por géneros aún por descubrir o poner (verbalmente al menos) las cosas en su sitio. La ausencia de un artista de su talla, con poco alcance en la plebe masificada global y con pocos permisos si lo comparamos con grandes de la canción popular, ha generado una suerte de vacío con el que, sí, hemos podido vivir sin mayores traumas, pero con la consciencia intranquila de saber que nos perdíamos algo tan grande como lo que ya nos había dejado de obsequio.
Aquel tótem de la contracultura afroamericana, aquel incendiario negrata que anunciaba durante los 70 que la revolución no sería televisada antes de que Obama se lo piense dos veces, aquel artista que fue la punta de lanza para que gente como Patti Smith o Lydia Lunch (alimentos más propios del punk que del rock de fusiones puretas) desarrollen, con posterioridad, un género como la spoken word o aquel músico-poeta que, aun habiendo publicado a gatas dos discos en los últimos treinta años (desde su “Moving Target” -Arista, 1982- sólo publicó “Spirits” -TVT Records- en 1994 y “I’m New Here” -XL, 2010- el pasado año, además de estos experimentos ultracreativos junto a Brian Jackson titulados “Midnight Band: The First Minute of a New Day” -Passion Music Ltd., 2010- y “From South Africa to South Carolina” -Passion Music Ltd., 2010-) y de haber pasado una temporada tóxica que lo mantuvo entre rejas a principios del actual siglo, no sólo colocó los primeros granos de arena para la formación del género de masas número en Estados Unidos, el rap, sino que ha tenido tiempo de reencontrarse con las musas, de sufrir una recuperación similar a la de aquel renacimiento bajo el ala de Rick Rubin por parte de Johnny Cash en la segunda mitad de los 90 con sus “American Recordings” y de volver a la escena musical global con un discazo como «I’m New Here» que, un año después de su publicación, deja que Jamie Smith (más conocido como Jamie xx y figura candente de la escena moderna actual: miembro de los londinenses The xx y uno de los genios contemporáneos del pop 2.0 que ya ha remezclado a gente como Florence + the Machine, Adele o Glasser) le meta mano a ese reciente llegado para lograr no sólo que las composiciones de Scott-Heron ganen en matices y brillen desde una perspectiva más original, sino que vuelve a poner al poeta americano en el ojo de los géneros negros del pasado y el futuro en esa nueva lectura que deciden llamar “We’re New Here” (XL / PopStock!, 2011). Proto-evolución de la lengua sónica. ¿Quién dijo que no es bueno pensar dos veces?
El revise de válvulas y el perfeccionamiento, ajuste y agite de mecánica libre que Jamie xx le aplica a las canciones que Scott-Heron grabó el pasado año (con notable acogida y tirón, por cierto) consigue reordenar la métrica de la canción hablada, del texto electrónico, de la evolución minimalista, del dubstep escondido o de antojar sonidos africanos hundidos bajo capas de digitalizaciones analógicas. Por allí se pasean verdaderos antojos que acercan al reggae del futuro («Home«), brutalidad textual que, junto al sonido barítono de la voz de Gil, canciones como «Running» o «Ur Soul and Mine«, se prometen como posibles hits de Kanye West. Jamie xx consigue hacer un ejercicio de reanimación de un legado reciente que ya suena a clásico, intentando jugar a la experimentación como ya hiciera gente como Danger Mouse o Jay-Z con The Beatles. Tanto Gil como Jamie van directos al grano, sin balbuceo ni temas sobrantes, haciendo participativas piezas que se las prometían como interludios o caprichos incidentales («I’ve Been Me«, «Piano Player« o «Parent Interlude«, entre otras) de un artista, de un lado, con una enorme cosecha por plantar y otro que, simplemente, se podía prever que regaría lo sembrado. La realidad es bien diferente: esa nasalidad contenida en rabia y baba de hombre mayor, esa paraplegia reconvertida a hit de pista de baile que es «NY is Killing Me» (sin duda la oda más poderosa de las trece que contiene este «We’re New Here«), ese torrente de ideas rabiosas compuesta por Bill Callahan que es «I’m New Here» o esa evolución del pop urbano pasteloso con incursiones dub y un reflujo a lo Barry White del siglo XXIII que es «The Crutch«. Si con la versión del disco del pasado curso el bueno de Gil se ponía al servicio de un equipo que contaba no sólo con Callahan a la composición de la canción central, sino con Damon Albarn y Chris Cunningham, entre otros, a los instrumentos; con esta versión repensada por Jamie xx (y aunque se eche de menos aquella «Me and the Devil» incluida en la versión primeriza del disco) se gana en profundidad, eclecticismo, actualidad y eleva las composiciones originales del norteamericano a un estadio casi insuperable de salubridad e ideas sólo pensadas, hoy en día, por nuevos mitos del pop digital como el mencionado Kanye West o niñatos avanzados como James Blake o Joy Orbison. Cuadros dentro de cuadros que salen del cuadro dentro del cuadro. Una bestialidad ambiciosa y aperturista. Como nos tenía acostumbrados en los 70, pero más de treinta años después.
[Alan Queipo]