La portada de «L’Aigua del Rierol» (Amniòtic, 2012) muestra a Ferran Palau en un entorno en el que conviven naturaleza (un árbol sin ninguna hoja en su copa pero con todas ellas desparramadas por un suelo que se intuye ocre) y muerte (lápidas y cruces típicas de todo cementerio). La figura de Palau, casi una silueta desdibujada en su entorno, parece engullida por el paisaje. En el centro de la portada, un recuadro con ciertas filigranas recoge el nombre del artista y el título del disco. No hay color: todo está virado en un tono a medio camino entre el sepia fotográfico y el ocre de la tierra. Así, Ferran Palau incluye en la portada de «L’Aigua del Rierol» todas las claves necesarias (naturaleza, muerte, simbolismo y romanticismo) para entender su debut en solitario. Porque, para quien no lo sepa todavía, Palau es una de las piezas más importantes en el seno de la banda Anímic. De hecho, sería fácil (y erróneo, ya que el resto de miembros suelen verse muy implicados en las composiciones) pensar que Anímic es un juego de tira y afloja entre Ferran y su mujer, Louise Joanne Samson. Como si de unos Richard y Linda Thompson en versión actual (y buenrollera) se tratara. Incluso yo, he de admitirlo con cierta vergüenza, llegué a creer a pies juntillas que era capaz de identificar «el sonido Ferran» y «el sonido Louise» en, por poner un ejemplo, el maravilloso «Hannah» (Les Petites Coses / Error! Lo Fi / BCore, 2011)… Pero me equivocaba. Escuchando «L’Aigua del Rierol» he de reconecer que me equivocaba.
Y es que, en este debut, Palau demuestra lo errónea que era aquella identificación del artista con las canciones más introspectivas y oscuras de la banda de Collbató, una identificación que muchos habíamos dado por supuesta. Eso no quita que, como ya se puede intuir desde el paisaje de la portada, la muerte y la oscuridad sigan estando presentes en «L’Aigua del Rierol» como fantasmas semi translúcidos que nunca muestran intención de asustar pero cuya presencia silenciosa pone los pelos de la espina dorsal bien de punta: el violín casi gótico de «Al Monestir«, por poner un ejemplo, remite directamente hacia el folk de trobador oscuro de la comuna musical liderada por David Tibet o hacia las composiciones más opacas en lo emocional del mejor Nick Drake (de hecho, el espectro de este folkie por excelencia es el que aúlla con más claridad y eco a través de las paredes de madera de este álbum)… Hasta que el tema aborda el estribillo como las nubes que se abren para dejar pasar esos rayos de sol que en inglés tan bien se denominan como «God’s fingers«. Y es que, al fin y al cabo, Palau sorprende combatiendo la acción sombría de los entes espectrales mencionados (Drake incluído) con un arsenal de armas dúctiles pero contundentes: espadas de hojas lumínicas, arcos de flechas con plumas impulsadas por brisas frescas, lanzas con puntas de diamantas de colores vívidos que hipnotizan pero nunca deslumbran. Así, lo que muchos creíamos que era una clara división entre «el sonido Ferran» y «el sonido Louise» resulta que siempre fue una entelequia absurda que queda obsoleta al contemplar la belleza multicolor de temas como «A Sota L’Alzina«, un himno de pastoralismo rural y mirada limpia que cierra el disco como una conga celebrada en un prado estival.
Esta relación para nada tensa entre naturaleza y muerte es precisamente una de las principales características de un romanticismo literario que parece impregnar la totalidad de composiciones de Palau. Sobre todo, en lo referente en la identificación entre los paisajes naturales y el alma del protagonista. Sumándose a la mencionada «A Sota L’Alzina» («alzina» significa «encina» en castellano), las canciones de «L’Aigua del Rierol» se ven comunmente engalanadas por adornos de procedencia natural: desde sus títulos, temas como «La Mel i El Rusc» («La Miel y La Colmena«) o «Terra de Blat» («Tierra de Trigo«) remiten a una poesía catalana modernista (encabezada por nombres como Joan Maragall) en la que se exaltaba la tradición rural de la tierra. Como un Bill Callahan nacido en Catalunya y que ha crecido bajo la influencia de un padre adicto a Pentangle, Donovan, Bert Jansch, Davy Graham y toda la escena que se movía alrededor de Joe Boyd. Palau, además, muestra una mano de artesano sabio a la hora de entrelazar ese clasicismo rústico con unas emociones cálidas que cantan, principalmente, al amor. Un amor universal y humanista que tan bien puede ser aplicable a la pareja, a la familia o la raza humana en su totalidad. Canciones como «A Tu» o «I Estels» se abren a sí mismas en canal con una naturalidad que deja pasmado a la hora de mostrar al mundo una visión tan abierta del amor que puede ser aplicable en distintas acepciones…
Lo importante es que se aplique. Lo importante es que «L’Aigua del Rierol«, como un líquido anímico y dulcemente amniótico, es capaz de llegar al corazón de quien escucha y conseguir que lata con menos violencia, capaz de arrancar de las palmas de las manos las costras de sangre seca que suelen acumularse allá durante las inevitables matanzas emocionales de la vida moderna, capaz de lavar la mirada y expulsar por el desagüe todo un conjunto de emociones negativas que vuelan lejos de estos temas como aves de rapiña legendarias que nunca se atreverán a acercarse mientras suene el poderoso hechizo de canciones como la dulcísima «Com Abans«, muy probablemente el tema que mejor encarne lo dicho hasta este momento. Está claro que esta crítica podría hablar de cómo Ferran Palau consigue unir, de forma totalmente natural, la impronta de los clásicos folkies (desde Tim Hardin hasta Van Morrison pasando por el inevitable y omnipresente Nick Drake) con la de su descendencia más joven (José González, James Yorkston, el Sufjan Stevens menos epiléptico y el Mark Kozelek más tradicionalista). Esta reseña podría hablar (si yo entendiera mucho más de literatura catalana) de la fabulosa forma en la que Ferran se sirve de herramientas puramente poéticas para doblegar y manipular unas letras que se presentan ante quien escucha con una falsa imagen de sencillez. Este texto podría hablar de todo eso, pero lo cierto es que ninguna referencia musical ni literaria sería capaz de hacer justicia a la casa encantada que realmente es «L’Aigua del Rierol«: una casa habitada por espíritus y rodeada de naturaleza sumida en suave letargo. Pero, sobre todo, una casa con un esqueleto de madera que cruje con un sonido que cualquiera con dos dedos de frente y cuatro dedos de corazón será capaz de reconocer como amor. Puro. Nada duro.