«Bon Iver, Bon Iver» (Jagjaguwar / PopStock!, 2011) suena, literalmente, a repetición. Fuera sustos: no estoy hablando del disco, sino de ese título en el que Justin Vernon parece tendernos la primera cuerda para que entremos en su nuevo trabajo… ¿Va a ser esto una reiteración de lo ya escuchado? ¿Vuelve a haber aquí una ración de folk despojado, rústico, con olor a madera y hollín, de ese que sabe a una brizna de hierba húmeda entre los labios a primera hora de la mañana con el corazón todavía cansado por los tormentos amorosos que nos han fustigado durante la noche? No sólo el título podría hacer pensar que este es el caso, sino que está clarísimo que múltiples habrán sido las presiones desde diferentes bandas que habrá recibido Bon Iver para calcar la jugada de «For Emma, Forever Ago» (Jagjaguwar, 2008). Sin embargo, ya hace meses que Vernon viene anunciado que el bombear de este modus operandi compositivo se ha secado en sus venas: por mucho que lo intentara, la soledad del singer songwriter como corredor de fondo acompañado únicamente por su guitarra acústica es algo que ha dejado de florecer en las yemas de los dedos del artista. Y deberíamos habernos dado cuenta mucho antes de que lo dijera en voz alta, ya que múltiples eran los signos: desde una ristra de colaboraciones rimbombantes que poco tenían que ver con la desnudez folk de su sonido primigenio (Kanye West, Gayngs…) hasta esa banda paralela con la que exploró los límites del paisajismo hipnótico (Volcano Choir). Como en un Apocalipsis Indie, los signos eran múltiples. Así que… ¿hay que dejar que suenen las alarmas?
Ni hablar. Porque hay artistas que, de pronto, se encuentran frente a frente ante el problema de que el arroyo primaveral de su sonido se ha secado completamente en su camino montaña abajo. Algunos (muchos) de estos artistas optan por la solución obstinada de escarvar en el mismo sitio, de empecinarse en seguir levantando la tierra con las propias manos en el lugar exacto, a la búsqueda de la creatividad añorada… Pero Justin Vernon no es de esos artistas. Él, más bien, al chocar contra la sequía de su riera (íntima y personal) ha preferido poner la oreja en un caudaloso río que tampoco corría demasiado lejos: un torrente de agua fresca, fresquísima, sobre la que corretean múltiples barquichuelas. Y, ni corto ni perezoso, Bon Iver da el salto desde el folk onanista hacia un sonido de banda exuberante pero nunca exhibicionista. Parte de las excelencias de los nuevos ropajes de las canciones de «Bon Iver, Bon Iver» hay que achacarlo a la participación de los ya habituales Sean Carey, Mike Noyce y Matt McCaughan, pero también de nuevas adiciones como Colin Stetson (Tom Waits, Arcade Fire), C.J. Camerieri (Sufjan Stevens) o Rob Moose (Antony & The Johnsons, The National) en la sección de cuerdas… Los referentes de cada uno de estos músicos pueden conducir, de nuevo, a la confusión: por mucho que lo normal sería pensar en un folk-rock de estadio, Justin Vernon parece alegremente empeñado en conducir a su caravana de barquitas de madera hacia el amplísimo mar (¿muerto?) donde se encuentran el soft rock de los 80 y el folk de aquel momento cronológico en el que lo rural pasó a ser masivo.
El itinerario de este viaje acuático (que absolutamente nada tiene que ver con el sentir náutico de otras propuestas recientes como la de Tennis) describe una evolución pluscuamperfecta que parte de un puerto conocido: los acordes de apertura del primer tema, «Perth«, remiten directamente a la introspección ensimismada de «For Emma, Forever Ago«… Aunque, de pronto, una percusión lejana rompe la baraja y, escasos momentos después, la grandilocuencia de una guitarra y la sutileza de unos vientos acaban por desbaratar un conjunto en el que pronto resulta bien difícil enumerar la instrumentación presente. La sorpresa total llega cuando la batería, presente hasta el momento, se transforma en una percusión marcial de metralleta mortífera que hace pensar en lo que ocurriría si Phil Elverum consiguiera concretar sus digresiones tentativas al frente de su proyecto Mount Eerie. Y eso es sólo el principio: a partir de ahí, las canciones se suceden con nombres de lugares reales («Lisbon, OH«) o inventados (la misma «Perth«) en las que se intuye la voluntad de Vernon de fabular un mapa emocional en el que quedan firmemente trazadas sus propias capitales de importancia sentimental. Es ahí donde destacan ejercicios como la frágil y sólida belleza de la esa torre de babel con aires fronterizos a lo Mojave 3 que es «Towers«, los ecos de la psicodelia ambient de «Hinnom, TX«, la delicadeza de un piano tan característico del último Hegarty en «Wash.«, el formato canción concebido como una bruma marítima (y folkie) rota por el haz de luz de un faro guía (rockero) en la gigantesca «Calgary» o los gordísimos sintetizadores sacudiendo la frágil espina dorsal de «Minnesota, WI» (poniendo a prueba el cántico de un Bon Iver empeñado en repetir el mantra «never gonna break«). Todo ello para llegar, finalmente, a un mar abierto impersonado aquí en «Beth / Rest«: una especie de galimatías a desentrañar (habrá quien piense que semejante horterismo ochentero a lo Peter Gabriel, a lo Genesis, no puede ir en serio) que tendremos que esperar hasta futuros movimientos de Vernon para saber si realmente es el océano al que siempre se ha dirigido durante el metraje total de «Bon Iver, Bon Iver» o más bien es una playa final en la que hacer una festiva parada antes de continuar la travesía mar adentro.
Una vez llegados al destino final de este viaje fluvial tan aficionado a jugar al despiste, es necesario un alto al camino y su correspondiente tanda de preguntas. Que cada uno se desvele a la hora de conformar su propia lista, pero es de recibo cerrar esta crítica con la pregunta que la abrió: ¿ha optado por la repetición Justin Vernon a la hora de encarar la continuación de «For Emma, Forever Ago«? La respuesta es sencilla: aquí lo único que se mantiene (explorada en vertical, en profundidad) es la voz de este artista, un descubrimiento bellamente único que ofrece el punto medio entre el lirismo de Brian Wilson y la extravagancia tímbrica del ya mencionado Peter Gabriel. Más allá de esta constante, hay que reconocer que «Bon Iver, Bon Iver» no es ni una repetición ni una reiteración: es obstinación que prueba que la personalidad de este artista sigue siendo una especie de rupestre piedra preciosa capaz de adaptar la belleza del brillo de su reflejo a cualquier cambio de entorno, a cualquier variación del paisaje a su alrededor. «Bon Iver, Bon Iver» es, al fin y al cabo, la confirmación de que Justin Vernon va a ser capaz de llevar a buen puerto cualquier viaje musical que se proponga.