“Cualquier tonto inteligente puede hacer las cosas más grandes, más complejas y más violentas… Se requiere un toque de ingenio y mucho valor para moverse en la dirección opuesta”. Esta célebre frase de Albert Einstein pudo haber servido como guía a Bradford Cox desde el mismo momento en que formó su banda Deerhunter y decidió caminar en paralelo a ella sin compañía bajo el seudónimo de Atlas Sound: cada metro que avanzó en un caso y en otro pareció confirmar tal teoría, ya que el norteamericano jamás persiguió transmitir un discurso musical grandilocuente, intrincado y furioso. Al contrario: su particular perspectiva del pop le llevó a construir la mayoría de las veces modestas piezas de formato compacto (eso sí, unas veces, transparentes; otras, translúcidas), fácil escucha y sencilla asimilación, envueltas en capas de dulce ruido o suaves melodías cristalinas. Al hilo de esta cuestión, otra famosa cita dice que la línea que separa la locura de la genialidad es muy fina y, en ocasiones, difícil de distinguir. El de Georgia se saltó el primer paso para caer directamente en el lado donde se encontraba la marmita de la sabiduría musical; como queriendo, al mismo tiempo, dar una patada al caprichoso destino de la naturaleza que le obligó a tener que lidiar con el síndrome de Marfan y demostrar que, al igual que otro genio singular, Joey Ramone, la enfermedad le daría un aspecto lánguido pero no le impediría entregar al mundo todo su torrente creativo.
“Parallax” (4AD / PopStock!, 2011), su tercer álbum en solitario, rubrica una vez más que Bradford Cox no entiende de límites ni de presiones, por mucho que estas sean inevitables. Él mismo se encarga de demostrarlo desde la fotografía de portada, en la que se difumina su conocida figura para aparecer caracterizado a la manera de los vocalistas de los años 50, con camisa, tupé elevado (se supone) y micrófono de la época. Toda una declaración de intenciones que ya se intuía en el último trabajo que realizó con Deerhunter, el logrado “Halcyon Digest” (4AD / PopStock!, 2010), en el que iniciaba una especie de viaje al pasado (a su infancia y adolescencia) a través de recuerdos melómanos que lo situaban estilísticamente entre el pop y el soul añejos de los 50 y 60, la Motown y aquel chico (también de Georgia) que miraba al mar sentado en el muelle de la bahía: Otis Redding. Así, Cox vuelve a dar un brinco acrobático tan arriesgado como el que había ejecutado con dicho disco con respecto a sus anteriores obras grupales: sin olvidarse de la experimentación burbujeante perpetrada en su anterior “Logos” (Kranky / 4AD, 2009), se centra en el revival bien interpretado y totalmente actualizado, siguiendo la estela de, por ejemplo, Girls y su “Father, Son, Holy Ghost” (True Panther Sounds, 2011).
Aunque, más que introducir a Atlas Sound en una corriente estética determinada, “Parallax” refleja la desbordante cascada de ideas que fluye por la cabeza de su autor, enmarcada previamente en la serie de grabaciones caseras “Bedroom Databank”: cuatro volúmenes de demos que Cox distribuyó gratuitamente a través de su blog a finales de 2010 y que provocaron una agria polémica con la discográfica Sony. Ese vasto conjunto de canciones sería el punto de partida del proceso compositivo que desembocó en las catorce canciones que integran este largo y que recogen todo el poder atemporal, evocador y magnético del pop de toda la vida, empezando por “The Shakes”, “Amplifiers” y “Parallax”, perfectos altavoces de la edad dorada del pop clásico norteamericano cuyas melodías irresistibles, guitarras melosas y estribillos luminosos se deshacen en los oídos como adictivos bombones de ambrosía. Ciertamente, el ayer juega un papel fundamental en este álbum, pero no conviene olvidar que Atlas Sound vive anclado en el presente, lo que otorga a su música la contemporaneidad necesaria para que no sea considerada como un mero ejercicio de estilo: los arreglos pianísticos y los matices formales incluidos en “Te Amo”, el desarrollo líquido de “Modern Aquatic Nightsongs” (hubiera tenido espacio en la banda sonora de los documentales del inefable oceanógrafo Steve Zissou en “Life Aquatic” -Wes Anderon, 2004-) y la abstracción de “Quark Part 1” y “Quark Part 2” retoman los flirteos de Cox con la alquimia sonora practicada, principalmente, en “Logos”.
Estos frescos desvíos expresivos se engarzan en el núcleo duro de “Parallax” sutilmente, sin romper su atmósfera retro global. Por ello, no resulta extraño que entre ellos encajen a la perfección cortes clasicistas como “Mona Lisa” (en la que intervino el invitado estrella del disco, Andrew VanWyngarden, mitad de MGMT), “Praying Man”, “Angel Is Broken” y la enorme y sentida “Lightworks”, en los que las seis cuerdas (ya sean eléctricas o acústicas) se convierten en brillantes y sólidas escoltas de la voz de un Cox que se transforma en un crooner del siglo XXI lleno de emotividad y sensibilidad. ¿Es así cómo habría que observar al norteamericano a día de hoy? Si a su sapiencia y pericia sumamos su actitud constantemente renovadora y su pasión por dar lustre al legado de sus predecesores históricos, habría que verlo así y mucho más. Porque él es capaz de tirar de su exuberante ingenio y su gran valor para dirigirse en la dirección opuesta a la mayoría de los mortales. Es decir: en la dirección correcta hacia lo sublime.