La serie «Hollywood» reescribe la historia del Hollywood clásico para hacer justicia a la comunidad queer, pero ¿lo hace de forma maravillosa… o gratuita?
Antes de ver «Hollywood«, ya sabía muchas cosas de «Hollywood«. Es el signo de los tiempos: ¿quién es capaz de ponerse delante de una serie de forma totalmente virgen sin saber algo (comúnmente, demasiado) sobre ella? En mi caso, sabía lo que todo el mundo comentaba: que la nueva serie de Ryan Murphy para Netflix cogía una de las eras doradas del cine hollywoodiense y, partiendo de personajes reales e incluso actores míticos, reescribía la historia para crear una fantasía queer en la que se hacía justicia con la historia LGBTIQ que nunca pudo ser.
Hasta aquí, bien. De hecho, muchos son los precedentes que han hecho lo mismo en las últimas décadas sin necesidad de acercarlo a esta comunidad. Tomemos como ejemplo «La Conjura de los Necios«, el libro de Philip Roth recientemente adaptado a formato serie en el que la historia política de EEUU se reescribía de tal forma que el aviador Charles Lindbergh llegaba a ser presidente por encima de Roosevelt, desatando una ola de violencia antisemita. ¿Su objetivo al reescribir la historia en formato de ucronía? Alertar sobre ese huevo de la serpiente que es la xenofobia dentro de la sociedad yanki.
En los últimos años, la ucronía se ha identificado sobre todo con el sub-género sobre todo por lo que tiene de ciencia ficción. Ahí está, por ejemplo, Jonathan Hickman, guionista de cómics que se ha marcado odisea psicotrónicas de la talla de «Los Proyectos Manhattan» simple y llanamente por el placer de exprimir la conspiranoia fantacientífica hasta sus últimas consecuencias. O, sobre todo, un Quentin Tarantino que ya nos la ha metido doblada en dos ocasiones («Inglorious Basterds» y «Érase Una Vez En… Hollywood«) con la intención de sabotear las expectativas del espectador: ¿crees que sabes cómo va a acabar la historia? ¡Va a ser que no!
Y entonces llegamos a «Hollywood«. Reconozco que, en el mismo momento en el que veía los primeros capítulos, escuché el episodio del podcast «¡Ay, la Caneli!» en el que el Special Guest Star Alberto Mira afirma que esta reescritura de la historia está muy bien, es muy bonita, nos va a emocionar… pero no sirve a ningún propósito real y, por lo tanto, acaba siendo no solo gratuita, sino también innecesaria. Dicho así, tiene sentido. Pero entonces sigo viendo la serie de Ryan Murphy.
¿Y qué me encuentro? Primero, con que me gusta. Me gusta mucho, de hecho. Está claro que es una serie poderosamente queer, pero lo queer es casi algo abstracto, una conciencia de comunidad outsider que acaba entrelazándose y amplificándose con la cuestión racial (que, de hecho, acaba convirtiéndose en el centro de la trama). Para empezar, el argumento tiene su corazón en un personaje heterosexual que, como eterno aspirante a actor en el Hollywood dorado, acaba vendiendo sus servicios (completos y sexuales) en una gasolinera que es una fantasía technicolor regentada por un Dylan McDermott excepcional en su papel de galán maduro con bigotito de Errol Flynn.
Las dulces coincidencias habituales en las ficciones más palomiteras empiezan a reclamar un acto de fe en el espectador a partir del minuto diez. Es decir: el prota conoce a un guionista negro que está intentando vender un guion y que acaba trabajando en la misma gasolinera, donde a su vez conoce a ni más ni menos que Rock Hudson. En paralelo, un director de cine debutante levanta un proyecto arriesgadísimo en el que, ¡sorpresa!, el guionista es el chico de color amigo del prota, en el que el prota acabará siendo el (valga la redundancia) prota y en el que la prota, contra viento y marea, será la primera actriz negra de Hollywood en acceder a un protagónico (y no a un papel de sirvienta). ¿Y quién es esta actriz? La novia del director. Obvio.
Todo juntos y bien avenidos. Porque, como dice RuPaul, nosotros, como personas gays, podemos elegir a nuestra propia familia. Y Hollywood, según nos cuenta Ryan Gosling, es una familia en sí mismo. Un quimera que solo es posible si se alimenta con la ilusión de los miembros de esta unidad familiar. O, por lo menos, con los miembros de esa comunidad de descastados del Hollywood oficial que creen que ha llegado el momento de dejar de vivir a la sombra y empezar a vivir bajo los focos del ojo público, ese que todo lo escruta desde el palco del público más masivo.
Es imposible no emocionarse con «Hollywood«: está dirigida con el brío de un slapstick, con el colorido de un musical de Gene Kelly y con la clase de una comedia de teléfonos protagonizada por Rock Hudson (obvio) y Doris Day. La serie está calculada al milímetro para llevarte de la fascinación por los oropeles de la ciudad coronada por el signo de Hollywoodland hasta el llanto por las injusticias que tienen que soportar los oprimidos (¡maricones!, ¡boyeras!, ¡gente de color!). Y la cosa funciona. ¡Vamos que si funciona!
Pero, entonces, ¿la reescritura de la historia tiene sentido o no lo tiene? A ver, por partes. Todos sabemos ya a estas alturas que gran parte de la inspiración de «Hollywood» le vino a Murphy no solo al quedarse totalmente fascinado con las fiestas gays que George Cukor ofrecía en la época, sino también con el libro «Servicio Completo» en el que Scottie Bowers sacó del armario a mucho actor y actriz clásico. Así que parte de historia verídica hay en todo lo que podemos ver en la serie.
Claro que luego está (¡ojo! ¡spoilers!) que toda esa panda de descastados levanten una película que revolucione el Hollywood de la época, se pase la censura por el forro, lo pete en taquilla y se lleve todos los Oscars habidos y por haber. ¿Tiene esto algún tipo de sentido? Detengámonos un segundo y pensemos en esa escena en la que la serie reflexiona sobre el dilema «Peg» / «Meg«. La peli sobre la que todo gira trata, inicialmente, sobre la historia de una actriz que se tira desde lo alto del signo de Hollywoodland después de enterarse de que han cortado todas sus escenas en la película que tendría que lanzarla a la fama. Ya sabes: un retrato de los sueños rotos tan habituales en esta ciudad.
Pero alguien señala el problema cuado «Peg» (la historia original) se transforma en «Meg» (la misma historia pero protagonizada por una chica de color): lo que interpretado por una actriz blanca se entiende como los sueños rotos habituales, interpretado por una actriz negra es mucho más devastador. Alguien pregunta: ¿qué le estamos transmitiendo a una niña negra que ve «Meg» desde el patio de butacas? Que sus sueños van a ser aplastados. Y no queremos eso. Queremos darle alas a sus sueños y hacerla soñar, porque ese es el (otro) alimento de Hollywood.
Y aquí es donde la reescritura de la historia por parte de Ryan Murphy cobra todo el sentido del mundo. Para empezar, porque tiene sentido en la propia trayectoria del showrunner… ¿O no es «Pose» una reescritura de la pandemia del sida en clave de fantasía buenrollista (y mucho más que necesaria en un momento en el que cualquier ficción que se acerca a esa época lo hace desde la oscuridad emocional)? En «Pose» todos son guapos, todos triunfan, todos conviven con la enfermedad pero sin que realmente haga estragos en ellos… Es como una especie de «Friends» (una ficción absoluta con un concepto de amistad idealizado) en clave VIH.
Pero esta reescritura también tiene sentido porque, desde nuestro privilegio de maricas de ciudad que probablemente no convivan diariamente con la homofobia, hemos olvidado que todavía existen muchos niños que necesitan soñar con que algún día podrán ser grandes, libres… felices. Seres completos y funcionales capaces de triunfar en esa sociedad que parece que les rechaza. ¿Y qué le estaría diciendo «Hollywood» a un niño gay que viera la serie desde el sofá de su casa si todos los maricones y bolleras tuvieran que vivir armariados forever and ever? Le estaría diciendo que no sueñen. Que no tiene sentido soñar. Que ni lo intenten. Así que, sí, la ucronía de Murphy tiene sentido. Todo el sentido del mundo. [Más información en la web de «Hollywood» en Netflix]