¿Podéis parar de dar la chapa con eso de que «ojalá «Heartstopper» hubiera existido cuando yo era joven»? Porque, como dice esta reseña, la serie no va de ti… sino de mucho más.
Si eres homosexual y tienes Instagram, es prácticamente imposible que no te hayas enterado de que «Heartstopper» se ha convertido en una de las series más importantes de la temporada. Al fin y al cabo, esta red social (y asumo que el resto de redes sociales también, pero ignoro si Facebook sigue existiendo y no me acerco a menos de 500 metros de Twitter) se ha llenado en las últimas dos semanas de todo un conjunto de mensajes clónicos de los que voy a destacar tres porque, al fin y al cabo, me vienen fetén para articular esta reseña.
La primera tanda de comentarios puede englobarse en los del tipo «No tenéis ni puta idea… el cómic es mucho mejor«. Normalmente, son comentarios que vienen de ese tipo de gente que no sabes por qué tienes en tu lista de amigos porque son unos pesados que se desviven por hacer saber al mundo entero que ellos más, ellos mejor y, obviamente, ellos antes que tú. Que ellos hace siglo que se enamoraron del romance de instituto entre Charlie (Joe Locke), un chico gay fuera del armario, con Nick (Kit Connor), un jugador de rugby que se descubre como bisexual a través de sus sentimientos hacia su nuevo amigo. También se enamoraron, obviamente, de todos los personajes que les rodean y las subtramas con amplia presencia queer que se van entretejiendo alrededor de ellos.
Pero hay que reconocer que, en este caso en concreto, hacen un (mínimo pero valioso) servicio a la comunidad. Y ese servicio es redirigir toda esta atención que está recibiendo la serie de Netflix hacia la colección de cómics que, con cuatro tomos publicados hasta la fecha, hace tiempo que ha encumbrado el nombre de Alice Oseman al panteón de autores imprescindibles para entender el aquí y el ahora de la comunidad LGBTIQ+. De hecho, esta redirección de la atención ha funcionado tan bien que me consta que los cómics están agotadísimos y a la espera de una nueva edición (que no debería tardar demasiado).
La segunda tanda de comentarios toman una forma similar a lo que yo mismo puse en stories después de ver el último episodio de «Heartstopper«: «Estoy mal pero estoy bien pero estoy mal pero ESTOY MUY BIEN de lo preciosa que es esta serie«. Este conjunto de comentarios sirven, al fin y al cabo, para personificar todo lo bueno que contiene esta serie dirigida por Euros Lyn en adaptación del cómic original de Alice Oseman.
Porque, sí, el cómic mola muchísimo… Pero Lyn consigue facturar una adaptación que no solo mantiene el espíritu del original, sino que borda su adaptación al lenguaje audiovisual. Empezando, obviamente, por un sublime trabajo del concepto de unidad narrativa: la novela gráfica de Oseman fluye con un brío refrescante que obliga a la lectura del tirón, tan solo interrumpida por el cambio de tomo. La serie, por su parte, tiene un ritmo pluscuamperfecto que invita al binge watching, pero que aprovecha los capítulos como unidad no solo para marcar ineludibles cliffhangers, sino para darles cohesión interna tanto en forma (cada capítulo tiene una gráfica única que hilvana todo) como en fondo (el título de cada capítulo ya da pistas de cuál es la temática específica que ayuda a desarrollar la trama general).
La forma de «Heartstopper«, de hecho, es particularmente deliciosa. Esa gráfica cohesionadora que he mencionado un poco más arriba puede ser hielo que se quiebra en un episodio u olas del mar en el siguiente, siempre en forma de dibujos similares a los de Alice Oseman. Esta apariencia comiquera se subraya con las inevitables viñetas, pero también con elementos que ayudan a materializar el plano emocional de los personajes, ya sean las chispas que saltan cuando Nick intenta coger de la mano a Charlie o las mariposas que sobrevuelan a Tao cuando se da cuenta de lo que siente por Eve. Hay otros elementos más espectaculares (e icónicos), como las luces con los colores de la bandera bisexual enmarcando las figuras de Tara y Darcy cuando se besan en una fiesta por primera vez delante de todo el mundo.
Lo interesante es que, poco a poco, esos elementos «dibujados» se van entrelazando con otros elementos «reales» que sirven para alimentar el realismo mágico en el que vivimos todos cuando nos enamoramos (y, mucho más, si somos adolescentes). De repente, la soledad de Charlie comiendo solo en el aula de arte se hace más angustiosa cuando se sienta en una esquina de la que surgen raíces pintadas en el suelo. Las olas del mar invaden las paredes del instituto cuando la historia fluye hasta su final (por ahora), los personajes ven su busto enmarcado por la silueta de cuadros enmarcados en la pared con gráficas potentes o pajaritos de papel sobrevuelan a Tao y Elle cuando se tiran sobre una mesa del instituto, cabeza con cabeza.
Son pequeñas grandes decisiones que hacen que «Heartstopper» habite ese espacio de adaptaciones audiovisuales que parten de cómics para construir nuevos y coloridos mundos pop. Algo así como si «Scott Pilgrim» (tanto en su versión en papel como en su ultra-reivindicable adaptación cinematográfica) se cruzara con cualquiera de las mágicas galaxias de Tillie Walden (por ahora, y por desgracia, tan solo en versión papel). Y todo ello con una banda sonora repleta de sentimientos contagiosos gracias a las canciones de gente de bien como Chvrches, Shura, beabadoobee, Rina Sawayama, Chairlift, Dayglow o Noah & The Whale.
Y así llegamos a la tercera y última tanda de comentarios, aquellos que se centran en lo de «ojalá esta serie hubiera existido cuando yo era joven«. Son comentarios que suelen ir acompañados de extensas explicaciones sobre casos de bullying diversos y sobre lo difícil que lo tuvieron las generaciones preferentes para crecer en un entorno hostil que dejó muchas almas traumatizadas por el camino. Son comentarios que, al final, no es que quieran hablar de lo maravillosa que es «Heartstopper«, sino de lo que siempre hablan: de sí mismos y sus experiencias traumáticas.
Vaya por delante que no quiero minimizar esas experiencias, ni mucho menos. Pero vaya también por delante que, cuando la denuncia de esos traumas se convierte en un continuo redirigir absolutamente cualquier cosa hacia la experiencia propia para volver al tema del sufrimiento ya no estamos hablando de denuncia, sino de victimismo. Ya tenemos otros espacios y otras excusas que actúan como necesario altavoz de estas denuncias… Así que, por favor, ¿podemos hablar de «Heartstopper» en otros términos?
Porque esto no va de la suerte que tiene esta generación de poder crecer con este tipo de historias en comparación a la desgracia de adolescencia que tuvimos las generaciones anteriores. Para empezar, porque todo tiene sus matices. Obviamente, no vivimos en el mismo momento histórico, pero yo mismo tuve la suerte de crecer en los años 90 con la educación sentimental de películas como «Beautiful Thing» (¡imprescindible precedente de «Heartstopper«!) o «Los Juncos Salvajes«. Las décadas pasan y siguen facturándose este tipo de películas, con ejemplos tan recientes como la deliciosa «Heartstone«.
Cada generación ha tenido sus propios relatos de amor adolescente, lo que ocurre es que estos relatos se ceñían a la realidad de cada época. Aun así, bastaba buscar un poquito para toparse con películas, libros y cómics que te enseñaban que un amor de adolescencia como el de Nick y Charlie es posible (bueno, tan posible como cualquier ficción disneyana, la verdad, o como cualquier serie de adolescentes). Que te ofrecían la esperanza que todo adolescente queer necesita, pero que ahora por fin llega a una plataforma tan masiva como Netflix.
Con todo esto quiero decir que basta ya de «ojalá esta serie hubiera existido cuando yo era joven«, porque esto no va de nosotros (englobando aquí a todos los pollaviejas como yo). Esto va de que «Heartstopper» tiene una valía propia más allá del egotismo de muchos instagrammers: tiene valía como uno de las series adolescentes con mayor calidad que hemos podido ver en mucho tiempo (y digo «series adolescentes» sin meterla en el cajón queer, porque su calidad se desborda más allá de los muros de contención de la comunidad). Tiene valía como representación de todo un conjunto de vivencias transgeneracionales y consustanciales a la comunidad queer (el sentimiento de otredad, la inseguridad ante las emociones ajenas, el miedo a salir del armario, la forja de la «familia elegida»…). Tiene valía como un romance mágico de esos que te dan ganas de vivir -y enamorarte-, tengas la edad que tengas.
Y, sobre todo, tiene valía como celebración del momento que estamos viviendo como comunidad LGTBIQ+. Porque cuando estamos mal, hay que denunciarlo. Pero vivir en la denuncia continua al final desgasta y, de hecho, se agradece que ficciones como esta «Heartstopper» también nos recuerden que hay esperanza, que hemos evolucionado, que todo bien. Pero mal. Pero MUY BIEN de lo preciosa que es esta serie. [Más información en la web de «Heartstopper» en Netflix]