Como decía más arriba, la jugada era arriesgada de cojones: hacer una película de superhéroes con unos superhéroes prácticamente desconocidos para cualquiera que no haya sido hardcore reader del universo Marvel desde los años 80, con un protagonista que ni estaba (a priori) buenorro ni era una gran estrella y, sobre todo, con un casting enloquecedoramente tremendo pero (según a quien preguntes) totalmente desaprovechado: ¿para qué tener a Bradley Cooper y a Vin Diesel si lo único que hacen ambos es ponerle voces a personajes generados en 3D tan presuntamente chorras como un mapache parlante y un árbol antropomorfo? ¿Para qué fichar a una jamelga del calibre de Zoe Saldana (ampliamete identificada con la nueva saga «Star Trek«, por otra parte) si lo que haces es pintarla del verde fosforito menos sexual de la historia del cine? Decisiones inexplicables… o no.
Habrá que sopesar estas decisiones como cúspide de una curva ascendente que han ido describiendo las películas de la Marvel (y con estas me refiero a las que son verdaderamente de la Marvel y no licencias vendidas a otras compañías, como «X-Men» o «Spider-Man«) y que cada vez se han ido alejando más y más de ese pasado apesadumbradamente dramático que han de tener estos súper-húmanos (ahí se queda el chapas del hombre araña) para poner el acento tanto en la acción como en el humor. Al fin y al cabo, estamos hablando de cine a la manera hiperbólica de Hollywood: hora y media de adrenalina encapsulada. Una lección que Kevin Feige, titiritero detrás de todas las fases de la Marvel, tiene más que claro. Y una lección, al fin y al cabo, que es ante lo que verdaderamente responde la existencia de «Guardianes de la Galaxia«.
James Gunn (y, como siempre, la supervisión en la lejanía de Feige) se ha marcado una película de acción humorística que tiene mucho de buddy movie aplicada a grupos numerosos particularmente dispares que han de juntarse a la fuerza (un «Los Mercenarios» sin olor a líquido de embalsamar), pero también sabe capturar a la perfección una supurante nostalgia ochentera que remite tanto hacia el propio cine (nadie debería pasar por alto la fascinación del imaginario de «Guardianes de la Galaxia» hacia las aventuras espaciales de aquella década maravillosa) como hacia la música (la banda sonora es un Best of the 80s puñeteramente maravilloso) y, sobre todo, hacia la viñeta (los acostumbrados a la hiperactividad vacua, ultra-autoconsciente y tendente hacia el dramatismo emo de las últimas colecciones de grapa no entenderán muy bien de dónde viene este acercamiento naïf al mundo de los superhéroes). Ahora que la hipsteria colectiva parece abandonar completamente los 80 para canibalizar los 90, no está de más aferrarse a la década abandonada con uñas, dientes y películas como esta.
Pero que «Guardianes de la Galaxia» sea una pura concesión a la melancolía ochentosa no significa que no pueda ser asimilada por las sensibilidades del siglo 21. Por el contrario, cualquiera que haya disfrutado con cualquiera de las películas de estas dos fases de la Marvel va a encontrar motivos más que de sobra para adorar el film de James Gunn: hay aquí un gusto por un imaginario fantástico que, como en «Thor«, vuela lejos de las convenciones realistas que imponen otras sagas de superhéroes; el humor imperante, socarrón y repleto de bromas internas remite directamente hacia esa cualidad irónica que ha hecho inmensa a la saga de «Iron Man«; y, evidentemente, la lección de «Los Vengadores» se muestra particularmente aprendida en «Guardianes de la Galaxia» a la hora de estructurar la acción en diferentes actos que van describiendo un crescendo de intensidad en el que el ritmo imparable acaba estallando en un final memorable que, por una vez, no se dilata más allá de lo necesario.
Por encima de todo ello, «Guardianes de la Galaxia» está destinada a convertirse en una cinta icónica del nuevo siglo por un motivo muy básico. Para empezar, está poblada por personajes que están llamados a ser míticos, desde Rocket Raccoon (el único superhéroe capaz de hacer sombra a Iron Man en cuanto a despiporre -y eso porque nadie se ha atrevido a sacar en pantalla a Masacre-) hasta ese entrañable Groot que puede ser tan letal como moñas, pasando por la musculoca de Drax y, sobre todo, ese protagónico Star Lord clavado por el sorprendente Chris Pratt (y digo «sorprendente» porque todo el mundo esperaba otro desastre del tamaño de Seth Rogen en «The Green Hornet«)… Eso para empezar.
Pero, más allá de su carisma, estos personajes están llamados a ser míticos simple y llanamente por el hecho de encarnar una apología de aquel anti-héroe que los cómics tan bien supieron reducir a una versión de angst adolescente: son una panda de perdedores. Perdedores adorables, eso está claro, pero perdedores al fin y al cabo. Y eso, en contraposición a los cantares de gestas legendarias perpetradas por seres ultrahumanos y en ocasiones incluso divinos a los que nos ha acostumbrado la Marvel hasta el momento, es algo que el público en general está destinado a abrazar, a adorar, a amar. Este movimiento, llámenlo ustedes «finta loser» o «jugarreta nostálgica«, es lo que ha conseguido que la Marvel demuestre que «Guardianes de la Galaxia» era una jugada menos arriesgada de lo que parecía. Al fin y al cabo, siempre estuvo predestinada a ser un éxito.