En esta nueva tendencia cinematográfica con la que se están intentando dignificar y potenciar los personajes adultos (esos que están a punto de entrar en «edad avanzada»), parece que las posibilidades son escasas. La opción más sensata es apostar por el realismo, que tendría a la devastadora «Amour» de Haneke a la cabeza. Pero por otro lado están los esfuerzos hollywoodienses, concentrados en todo un conjunto de guiones de comedia pseudo-costumbrista que están pensados para dar continuidad en taquilla a viejas glorias cada vez más «viejas» como Meryl Streep o Robert de Niro, por no contar las burradas de acción geriátrica como «Red» o «Los Mercernarios» o las cintas pensadas para el paladar de abuelo cebolleta que se acuerda de las salas de cine y ensayo, como «El Último Concierto«. Cuando el realismo se pierde de vista, evidentemente, lo que reflota hacia la superficie es la caricatura, ya sea de forma involuntaria (surgida de esa autocomplacencia que compone personajes avejentados en los que incluso la senilidad se intenta hacer pasar por algo adorable) o voluntaria (siendo esta una tendencia suicida y escasa, ya que el tipo de público que quieren atraer estas películas -es decir: espectadores que, como los actores, están a punto de entrar en «edad avanzada»- no pagará nunca para que se choteen de él en su propia cara).
La grandeza de la «Gloria» de Sebastián Lelio estriba en que sortea todas las opciones existentes sin necesidad de incurrir estrepitosamente en ninguna, sin necesidad de llevarlas hasta el extremo y optar, así, por un tono medido y sensato donde la calidad de «adorable» no surge a través de la manipulación emocional, sino por la vía del exhibicionismo de la realidad del personaje que da título a la cinta. El argumento, sin embargo, daría para cualquiera de los mencionados extremos: Gloria es una mujer separada que debe rondar los cincuenta, a la que sus hijos no prestan demasiada atención, a la que le encanta cantar por encima de sus canciones preferidas (en el coche, en su casa, mientras se depila) y a la que le pirra salir a bailar a lugares de encuentro de señores y señoras que están a punto de empezar a vivir bajo la sombra proyectada por el monstruo de la «edad avanzada». En uno de estos locales conoce a Rodolfo (Sergio Hernández), otro divorciado -aunque mucho más reciente- con el que empieza una relación que no tardará en verse afectada por los problemas típicos que conlleva la edad y que ya apuntaba Kundera en «La Insoportable Levedad del Ser«: cuantos más años llevamos a las espaldas, más surcos tienen gravados los discos de nuestra vida y más es difícil hacer que se sincronicen y mezclen con las melodías que desprenden los discos de otras personas. Gloria y sobre todo Rodolfo llevan sobre sus hombros el peso de unas familias donde la palabra «emancipación» brilla por su ausencia.
Desarrollando este punto de partida, está claro que Hollywood hubiera realizado un guión perfecto para el lucimiento de una Anette Benning demostrando a las mujeres de su edad que pueden ser fuertes y que no tienen que tragar lo que sea para volver a estar en pareja. Haneke, por su parte, hubiera encerrado a los amantes en un piso hasta que se hubieran muerto uno detrás del otro. Y algún (dulce) desalmado tipo Santiago Lorenzo incluso podría haberse marcado la continuación de aquella genial cinta de culto que fue «Mamá es Boba«… Sebastián Lelio, sin embargo, se muestra literalmente magistral a la hora de sortear los cantos de sirena que le conducirían a hacer leña del árbol caído, hacia la facilidad de hacer de Gloria un personaje (peri)patético que levante la risa del espectador; pero también muestra un esfuerzo incólume a la hora de rebajar el azúcar que convertiría al personaje sublimemente interpretado por Paulina García en una heroína de cincuentonas divorciadas. Justo cuando parece que Gloria va a caer del lado del esperpento (como en ese ya icónico baile final en medio de una boda al ritmo del «Gloria» de Umberto Tozzi), Lelio pone aire debajo de los pies de su personaje y lo levanta hacia unas blanquísimas nubes de dignidad; y, por el contrario, cuando la sacarina amenaza con dulcificar demasiado este cocktail (como en los arrumacos entre los nuevos amantes), el director introduce unas deliciosas gotas de angostura que rompen los esquemas de tu paladar.
La tensión entre los dos extremos acaban convirtiendo «Gloria» en un film destinado a erigirse como monumento generacional, como generador de referencias para futuras críticas de mil y un periodistas. Porque, más allá del acierto de ese tono que, a partir de la tensión entre dos posiciones extremas, obtiene un resultado coherente y verosímil, Sebastian Lelio consigue destacar como ladrón de instantes de una belleza cotidiana extrema: el sexo frontal entre los cuerpos avejentados, la protagonista dando vueltas en una atracción de parque infantil, el mencionado baile final, la derrota de la mañana siguiente después de una borrachera descomunal entrando descalza en un hotel… La vida de Gloria está repleta de derrotas. Y la belleza de este film es que muestra a un personaje lo suficientemente fuerte como para levantarse siempre después de cualquier tipo de caída. Pero, sobre todo, «Gloria» resulta trascendente por su capacidad para mostrar a un personaje de este tipo, a una heroína en potencia, a una anti-heroína de facto, y acabar por huir de ambas posiciones: ni heroína ni anti-heroína. Gloria es una mujer real. De las que abundan en la calle, pero no en el cine.