Tras su muerte, George Michael merce ser recordado por más que por «Last Christmas»… Merece ser recordado como maestro de nuestra educación sentimental.
Primero, la incredulidad. ¿Cómo va a haber muerto George Michael si era jodidamente joven? Que se muera David Bowie es un poco inconcebible, pero vale. Que se muera Leonard Cohen era algo que todos esperábamos menos tarde que temprano. Pero ¿cómo asimilar que muera George Michael si, cuando él apareció en escena como un jovencísimo buenorro que acabaría convirtiéndose en cliché estético pluscuamperfecto de los 80, tenía pocos años más que nosotros? ¿Cómo asimilarlo después de recurrir a la Wikipedia para certificar que tenía tan sólo 53 años? ¿Cómo?
Segundo, la negación. Os prometo que, en cuanto alguien dejó caer en un grupo de Whatsapp que George Michael había muerto, me apresuré a rastrear Internet a la búsqueda de noticias que probaran que todo era un fake. Viviendo como vivimos en un momento en el que se está poniendo en entredicho la capacidad de la prensa en general para ser veraz (o, lo que es lo mismo, la priorización de la noticia rápida en vez de la noticia contrastada), no quise creérmelo. Y, de hecho, alguna que otra noticia encontré que me daba la razón. Aunque no lo tenía.
Tercero, la devastación. Porque, sí, era cierto: Georgios Kyriacos Panayiotou moría el 25 de diciembre. Y, con él, moría un pedacito de nuestra educación sentimental. Al fin y al cabo, puede que todo el mundo se haya apresurado a mostrar su tristeza en redes sociales compartiendo «Last Christmas» (vale, que sí, que el destino tenía reservado para George un golpe bajísimo reservándole una «Última Navidad» de verdad), pero me gustaría pensar que este hombre fue mucho más que una canción recurrente para mojar bragas en las fiestas navideñas.
Voy a desnudarme totalmente para explicar este berenjenal en el que me he metido… La cuestión es que, como cualquier hijo de los 80, yo también crecí con Wham! Fue imposible no hacerlo. Y puede que ahora mismo todos nos riamos ante la ceguera social de aquel momento al no haber considerado ni por un momento que George Michael pudiera ser homosexual. Pero es que eran otros tiempos y, la verdad, no estaban nada mal: un hombre podía llevar camisetas de rejilla y shorts tejanos enseñando cacha sin que su identidad sexual se pusiera en tela de juicio. O a lo mejor sí que se ponía en tela de juicio, pero o los medios tomateros no eran tan poderosos como ahora o yo era demasiado pequeño para enterarme.
La cuestión es que yo (y supongo que un amplio espectro de la sociedad del momento) no es que no nos planteáramos si George Michael era gay o hetero… Es que nos la traía al pairo. No era lo importante. Lo importante eran los hits, porque Michael era un ídolo pop y a un ídolo pop no hay que pedirle nada más que eso: hits. Aun así, y aunque supongo que lo lícito aquí es poner en un altar a este hombre por lo que hizo y lo que supuso en los 80, tengo que reconocer que para mí se convirtió en una figura clave de los 90 por dos motivos que, de hecho, van ligados el uno con el otro.
George Michael merece pasar a la historia por mucho más que por «Last Christmas«… Merece pasar a la historia porque fue uno de los maestros más queridos en nuestra educación sentimental.
El primero de ellos es, evidentemente el lanzamiento de «Older» (Epic, 1996). Me pilló con 16 años. Y, como a muchos de nosotros, «Jesus to a Child» se convirtió en la banda sonora de primeros amores que acaban mal, que duelen pero que quieres recordar con dulzura. Sin embargo, había y hay un corte más importante que «Jesus to a Child» en aquel disco: «Fast Love«. Aquello fue un verdadero pepinazo que, a mediados de la década de los 90, supo llevar hasta el pop todo el hedonismo (físico, mental y sexual) que se estaba viviendo en la música electrónica. No en una translación directa, claro. Sería absurdo rastrear en «Fast Love» las huellas del rave o del balearic. Absurdo.
Pero la letra de aquella canción, que muchos conseguimos traducir de forma precaria pese a nuestro nivel de inglés tercermundista, metió en nuestras cabecitas una semillita bastante irreverente. Repito: eran otros tiempos. No existían ni Grindr ni Tinder ni todas esas apps que te muestran el polvo más cercano y que incluso te lo geolocalizan. Ser homosexual estaba un poco más normalizado que en décadas anteriores, pero mejor si no lo exhibías mucho. Ser heterosexual seguía siendo la norma pero, por lo menos en nuestro país, la norma seguía siendo la monogamia que pasa por la Iglesia. Y, sin embargo, muchos de nosotros empezábamos a salir por clubs en los que el house (y otras cosas) se te metían dentro y te hacían abrazar a desconocidos en medio de la noche. A veces, mucho más que abrazar.
Sí, «Fast Love«. «Baby, I ain’t Mr. Right. But if your looking for fast love, if that’s love in your eyes, it’s more than enough. Had some bad love, some fast love… Is all that I’ve got on my mind» («Cariño, no soy Mr. Perfecto. Pero si lo que buscas es amor rápido, si es amor lo que veo en tus ojos, es más que suficiente. Tengamos un poco de amor malo, un poco de amor rápido… Es todo lo que tengo en mente«). Ojito, porque la revolución está ahí, escondida en una palabra: amor. Nada de sexo. George Michael hablaba de amor, de compartir un amor rápido con alguien que a lo mejor no volverás a ver en tu vida. Pero amor. Un amor que algunos ya sabíamos que podía existir por mucho que no tuviera nada que ver con el ideal romántico tradicional por mucho que, de puertas afuera, siguiera estigmatizándose el sexo en general y la promiscuidad en concreto. Todo epidemia necesita su quema de brujas. Y, ante la pandemia del Sida, no resulta extraño que el sexo (rápido o no) fuera el cabeza de turco.
Esto tiene mucho que ver con el segundo motivo por el que, a mi entender, George Michael se convirtió en los 90 en una figura que debería pasar a la historia: su arresto por intentar mantener relaciones sexuales con otro hombre en unos lavabos públicos. Igual que toda epidemia necesita su quema de brujas, toda represalia necesita sus vilipendiados ilustres. Y a George Michael le tocó ser uno de ellos… Después de haber convertido su «Fast Love» en un icono de la década de los 90, y supongo que a su pesar, George Michael convirtió la «teoría» en «práctica» y, por mucho que desde las autoridades se pretendiera lo contrario, de nuevo volvió a servir para abrir mentes.
El sexo puede ser amor, incluso en su versión rápida, así que ¿por qué nos vamos a escandalizar porque el bueno de George lo tuviera en unos lavabos públicos? Por favor, quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra. El aquí te pillo aquí te mato es algo intrínseco a nuestra sociedad, y pretender lo contrario sería absurdo. La intención de las autoridades era tender una manta de sordidez sobre la promiscuidad gay (y hetero también, para qué vamos a negarlo). Pero lo que consiguieron fue que todo el mundo se normalizara con el concepto de «fast love«. Más todavía.
Si, en vez de practicar el panegírico que repase la carrera de George Michael, he convertido este texto en algo tan personal y tan (aparentemente) anecdótico en sus logros, es precisamente porque soy del parecer que un ídolo es mucho más que sus canciones. Tampoco encontraréis aquí una investigación sobre la causa real de la muerte de Michael ni referencias veladas a la truculencia. Porque mi intención era postular que George Michael merece pasar a la historia por mucho más que por «Last Christmas«: merece pasar a la historia por haberse convertido en un icono gay, por sus labores humanitarias, por sus discos, por sus canciones… Pero, sobre todo, porque fue uno de los maestros más queridos en nuestra educación sentimental. Y ya me diréis vosotros qué educación sentimental están impartiendo ahora gente mucho más ramplona como Justin Bieber o Rihanna.
Al final, y de nuevo, y para siempre, la devastación.