La trágica y precipitada muerte de la poeta y rapera Gata Cattana nos inspira todo un conjunto de reflexiones en honor a su necesaria memoria.
Hay noticias que no deberían llegar nunca, episodios trágicos que no deberían tener lugar y que nuestra pequeñez no logra comprehender. No hay herramientas suficientes para enfrentarse a aquellos golpes de los que hablaba César Vallejo, no hay manuales, ni instrucciones, ni leyes, ni pautas para comprender lo que se nos escapa. O, simplemente, es que no hay nada que entender. “Los heraldos negros de la muerte” vienen aleatoriamente solo para recordarnos lo minúsculos que somos y la insignificancia de nuestras ínfulas, lo estúpido de nuestra soberbia, y subrayar cuán grande es nuestra ignorancia.
Uno de esos golpes fue hace un par de semanas cuando leí en las redes que Gata Cattana, rapera y poeta cordobesa, moría a los 26 años. Yo no la conocía pero, ante tal conmoción en las redes, leí un obituario y después otro y otro. Empecé a leer artículos y entrevistas, y a buscar vídeos en YouTube, y cuanto más leía y veía, más me atrapaba esa chica de presencia diáfana y espigada, rotunda y delicada a la vez, poderosa y magnética ya fuera defendiendo poemas en un poetry slam o rapeando en un concierto. Por un momento sentí nostalgia. Nostalgia de lo que no iba a llegar nunca. La belleza, la mirada clara y la frente alta arrebatadas.
De repente, me encontraba con una personalidad joven que irradiaba fuerza, rebeldía, insumisión y libertad, sin estar sujeta a un canon o a un patrón, fuera cual fuera este. Enarbolaba la palabra y la voz como bandera contra la injusticia y lo absurdo de nuestra sociedad, de nosotros mismos. Era la última promesa del rap español, la revelación, la nueva Mala Rodríguez, dispuesta a gustar a adeptos, incrédulos y conversos. Su carrera de ciencias políticas y un máster en política internacional tampoco pasaban desapercibidos, maldecía desigualdades e injusticias como una princesa punk. Hasta que un día todo se fue a la mierda.
Escucho poco rap. Es un género que desconozco bastante, así que me resultaría complicado (y atrevido) añadir algo relevante o significativo a su trabajo. Pero en cambio, sí sé algo de poesía, y cuando escucho o leo sus canciones y poemas, no encuentro más diferencia que aquellos mecanismos lógicos para adaptarse a un medio u a otro, al de la música o al de la palabra escrita en cada caso.
Gata Cattana se curtió y se hizo grande en los circuitos de poetry slam. No es fortuito pues que, pese a tener sus poemas una dimensión más profunda e íntima, sí se pueda reconocer algo de ese compás rítmico del rap, del mismo modo que cuando rapera se palpa esa poesía y sensibilidad de las que estaba hecha. Ella decía que no entendía una faceta sin la otra, y se quejaba de que siempre se la tachaba de intrusa y advenediza en un mundillo u otro, como si estos fueran paralelos y excluyentes.
En su blog Los Siete Contra Tebas, la vemos recorrer sus versos con la determinación y gracia de una ninja (lo de «cattana» no es aleatorio), plantándole cara a la hegemonía y a la hipocresía. Se alza decidida, con paso firme, cortando cabezas como una heroína de cómic manga de lengua afilada y ojos de gata. Con fuerza y elegancia salta, hace una pirueta y cae con precisión sobre el adjetivo de un verso. Y de tanto en tanto, un taco. Deje canalla y musicalidad. Rescata civilizaciones milenarias, aglomera tradición y mitología, les da una vuelta, las ensucia de polución y urbanidad, las habita de héroes y bandidos, baja al barro la lírica del amor profundo, y sus anhelos, esperanzas y sueños se convierten en profecías y manifiestos.
Estremece leerlos, hoy prácticamente premonitorios:
“Tu oficio, poeta,
es dignificar la especie.
Escoger las palabras
que pondrías en tu lápida.
Decir, por ejemplo:
«No todos eran prescindibles».
Merecerte la vida
hasta tal punto,
que tu muerte parezca
una injusticia.
Y dejarte ir,
como si nada,
como todos,
(poetas o no)
hacia la larga
y aburrida
eternidad.”
En una entrevista decía: “Ana tiene muchas debilidades pero Gata Cattana es invencible”. Y seguía: “Creo que el arte trasciende a la propia muerte; hay artistas que siguen estando muy vivos a través de su obra y, sobre todo, siguen siendo útiles para las personas. No sé si eso es la inmortalidad, pero sí que es lo verdaderamente importante”. La profecía se ha cumplido, como siempre. Siempre se cumple. No hay amnistías ni pactos que valgan, ni siquiera para el talento y la juventud.
Mientras esperamos la reedición de su poemario “La Escala de Mohs”, nos valemos de sus conjuros y de su embrujo, repetimos el grito de guerra “Banzai” que daba título a su último trabajo, todavía inédito (según su productora, sigue a la espera de la decisión de la familia), y nos repetimos ese verso: “No todos eran prescindibles”.
No habrá más versos ni más conciertos. Ana se ha ido, pero Gata Cattana permanece. [Mas información en el blog de Gata Cattana]