Habrá, claro, quien me diga que esta nueva entrega de Noah Baumbach se estrena con un lamentable retraso en España. Bueno, yo creo que ese retraso debería ser de unos veinte años para poder justificar tal agotamiento de ideas… Pero en algo sí os daré la razón a quienes os empeñáis en defender la trillonésima vuelta de tuerca sobre la nada: flaco favor le hace a esta película que los espectadores españoles (o por lo menos los que, ejem, no nos hemos tomado la justicia por nuestra mano antes de tiempo) la consumamos después de «Girls«. La serie de Lena Dunham está muy lejos de contarse entre mis preferencias, pero si algo se le debe aplaudir es su atrevimiento a la hora de otorgar el protagonismo a un conjunto de personajes a los que abiertamente desprecia y el muy interesante retrato que hace de ellos partiendo de esa base.
Aquí, por el contrario, Greta Gerwig y su marido escriben al alimón un personaje abofeteable a quien la película trata con una cobarde indulgencia. Podría llegar a tragar con la enésima historia del miedo al vacío, de la pobre-niña-hipster, si el film se tomara la molestia de abrirme un camino por el que entrar; pero si lo único que me ofrece Baumbach como parte del trato es un «pero mira qué mona es», por ahí no paso. Zooey Deschanel ha agotado las existencias de «adorables desastres» hasta el fin de los tiempos: hay que buscarse otro rol, ese ya está pillado. Si «Frances Ha» no me permite odiar a su protagonista, no tiene nada que hacer conmigo.
Porque el verdadero meollo del asunto está en su protagonista y en cómo el relato afronta el «espabila, nena«. Fuera de ahí, los puntos de interés son más bien escasos: sobras recalentadas del Woody Allen de hace ¡treinta años! o referencias a la nouvelle vague tan impostadas como su blanco y negro. Sus puntuales hallazgos (esos momentos en los que crea paisajes a través de diálogos audibles sólo a medias) o el hecho de que, a fin de cuentas, se deje ver con agrado sirven de poco cuando se trata de hacer un balance de «Frances Ha» con un poco de perspectiva. Y, desde luego, que no ayuda la ausencia de alguna línea de diálogo punzante que rompa la modorra y la autocomplacencia reinantes. Quizá esta película hubiera destacado en (yo qué sé) 2003, como contrapunto arty a medianías del palo Edward Burns: a estas alturas, otra historia del vacío ante los 30 se nos olvida a los cinco minutos, por mucho que nos las vendan envueltas en letras blancas sobre fondo negro.