«El Final del que Partimos» de Megan Hunter es una novela de un tipo de ciencia ficción a la que no estamos acostumbrados… pero que necesitamos urgentemente.
Nunca se me había ocurrido pensarlo en estos términos, pero leyendo a Megan Hunter me he dado cuenta de que la ciencia ficción con la que nos hemos criado está capitalizada por hombres. Escrita por y para hombres. Epopeyas épicas como «El Señor de los Anillos» solo pueden entenderse desde el punto de vista macho bravucón tradicional. Futurismos tan fríos como el de Philip K. Dick también tienen mucho que ver con la parquedad afectiva que siempre se le ha achacado a los hombres.
Pero, por suerte para todos, este pensamiento binario está cambiando a marchas forzadas, de tal forma que ya no solo es necesario que nos preguntemos exactamente por qué identificamos estos valores (vitales y literarios) como masculinos… Sino que, sobre todo, va siendo hora de que nuevas visiones femeninas inyecten sangre nueva y refrescante en la sci-fi tradicional. Nuevas visiones femeninas como la de Claire Denis en el film «High Life» (otra revisión de la ciencia ficción, esta vez espacial, con un fuerte componente de maternidad) o la de Megan Hunter en «El Final del que Partimos«, pequeña gran novela que revisa (y revienta) esa literatura contemporánea tan apegada al fin del mundo.
Lo primero que sorprende es, obviamente, la forma. Hunter no escribe de forma naturalista, sino más bien impresionista: contra grandes parrafadas que describan hasta el último detalle del apocalipsis, la escritora prefiere pinceladas, frases, micro-párrafos que se van sumando para crear un paisaje más grande. El argumento nunca se revela del todo, sino que hay grandes elipsis y misterios que el lector debe rellenar a su manera. Y, tal y como Cormac McCarthy demostró en «La Carretera«, no hay nada más aterrador que dejar que el lector rellene los agujeros negros narrativos del Apocalipsis.
A grandes rasgos, podría decirse que «El Final del que Partimos» narra cómo una mujer y su hijo recién nacido huyen de Londres después de que la ciudad se vea inundada por un evento catastrófico (del que nunca sabemos absolutamente nada). Un fin del mundo de verdad, sin grandes eventos ni anuncios divinos, tan solo malas noticias que se van recrudeciendo: «Son malas, las noticias. Malas como lo eran siempre, sin cesar, pero peor. Más relevantes. Y eso, nos damos cuenta, es lo último que uno quiere en el mundo. Lo que no quiere nunca nadie; que las noticias sean relevantes«.
En otro ejercicio de depuración narrativa extrema, ningún personaje tiene nombre para Megan Hunter, sino que la protagonista y narradora se refiere al resto de personajes con una única inicial. Incluso a su propio hijo, Z. Incluso a su propia pareja, R, que escapará de Londres junto a ella pero que, en determinado momento, desaparecerá del mapa sin dar más explicaciones. Algo que tiene mucho que ver con cómo sería un verdadero apocalipsis: no estaría punteado por eventos dramáticos personales estructurados en perfectos arcos argumentales cerrados en temporadas televisivas como los de «The Waking Dead«, sino por un gradual pero natural estropearse de todo, de los paisajes, de las personas, de las relaciones.
La protagonista transita de un campo de refugiados al otro encarnando ese desapasionamiento sordo y mudo: «Aquí es el pariente pobre de allí, unas instalaciones tan justas que nos reímos de nuestra ignorante suerte de entonces. A lo mejor va a ser así a partir de ahora. Cada pocos meses, una comprensión nueva del pasado, de lo bueno que era comparado con el presente«. Y, finalmente, se exilia junto a un grupo de refugiados a una isla apartada de toda la maldad que el fin del mundo ha desatado en la gente normal y corriente. Pero, al final, tal y como vino, el Apocalipsis se va. Y entonces es el momento de regresar a Londres, buscar a R y constatar que Z empieza a ser un ser vivo independiente.
Es muy jugoso pensar «El Final del que Partimos» como una gran metáfora de un post-parto en el que la nueva madre se aleja de todo el mundo, incluso de su pareja, para encerrarse alrededor de su recién nacido. Una reacción comprensible que, una vez te lleva tan lejos de todo, incluso de ti misma, te obliga a desandar el camino siguiendo un ambiguo camino de miguitas que te lleve de vuelta al punto de partida. Pero, igual que es jugoso pensar en el libro de Megan Hunter en estos términos, es igual de jugoso pensarlo en términos de revisión de la sci-fi apocalíptica tradicional.
Está claro que la visión de la novela es puramente femenina. Ayuda que su protagonista sea una madre aferrada a su bebé. Pero es que ya solo ese punto de vista resulta ser algo totalmente inédito en la ciencia ficción, que siempre ha preferido héroes grandilocuentes o anti-héroes heredados de la literatura negra (macha) del siglo pasado. Así que, más que como una metáfora, lo interesante aquí es pensar en «El Final del que Partimos» como precisamente eso: un final del que partir. Porque, tal y como apunta Hunter, todo final implica un principio justo a continuación. Y, si esto marca el final de la ciencia ficción capitalizada por el hombre, me muero de ganas de vivir (y leer) la nueva ciencia ficción si no capitalizada por la mujer, por lo menos mucho más permeable a la posibilidad de un punto de vista mucho más abierto y variado. [Más información en el Twitter de Megan Hunter y en la web de la editorial Vegueta]