Muchos somos los críticos que, desde el nacimiento del Festival Internacional de Cinema D’Autor de Barcelona, lo señalamos insistentemente como un evento que empezó con una estructura (aparentemente) pequeña pero con la capacidad de resonancia de un festival de clase A. A muchos lectores (y a otros tantos críticos), sin embargo, ese empeño puede llegar a sonarles a filia injustificada o a amiguismo buenrollista. Este año, sin embargo, el D’A se ha bastado y se ha sobrado para demostrar que lo dicho no era un espejismo: puede que su coyuntura esté lejos de la pompa y los fastos de otros festivales mucho más aparatosos, pero es que las líneas programáticas del D’Autor 2013 no necesitaban mayores explicaciones de críticos -y pajilleros diversos- para revelarse como profundas y valiosas.
Estaban ahí, se notaba que la selección de films no se había realizado al azar, tomando las sobras de los grandes certámenes o recogiendo sus ecos… Por el contrario, aquellos que hemos vivido el D’A de forma intensiva, hemos visto cómo las cintas se entrelazaban entre ellas de forma armoniosa para ir conformando diferentes vías de exploración cinematográfica. Y esto, sin lugar a dudas, mucho más que una infraestructura sustentada en una alfombra roja repleta de polvo de estrellas, es lo que debería convertir a un festival en un puro clase A. Aquí quedan las que, a mi entender, han sido las temáticas predominantes en el D’Autor 2013.
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1. JUVENTUD PERDIDA. Cualquiera podría pensar que, con los tiempos que corren, la crisis debería ser la gran temática de cualquier festival cinematográfico. Pero no seamos reduccionistas: una de las consecuencias (¿o era una causa?) de esta crisis socioeconómica que estamos viviendo es precisamente la transfiguración por completo de lo que se presupone que debe ser la vida de un joven. Para empezar: ¿qué consideramos joven? ¿Alguien que ronda la veintena? ¿Alguien que ronda la treintena? Y seguimos con el derrumbe de un sistema capaz de proporcionar una seguridad real a las nuevas generaciones: la escasez y precariedad de trabajo ha provocado que muchos sean los jóvenes que siguen viviendo en casas de sus padres o que han vuelto al nido familiar. Y, sobre todo, toda esta situación ha provocado una doble perplejidad, ya sea por la parte de los jóvenes frustrados ante la imposibilidad de realizar un proyecto de vida sólido a largo plazo o por la parte de los generaciones anteriores incapaces de asimilar que lo que ocurre no viene provocado por una falta de madurez, sino más bien por un imperativo del entorno.
Muy adecuadamente, el D’A ha enseñado muchas de las caras de este fenómeno: puede que la más «fácil» y accesible fuera la falsa inmadurez de la protagonista de «Frances Ha» (de Noah Baumbach) -en la foto-, incapaz de dejar atrás una amistad universitaria que le ancla a un período temprano de su vida y le impide avanzar hacia una mayor estabilidad; pero también ese limbo existencial en el que cae la protagonista de «Tiny Furniture» (de Lena Dunham) al acabar la carrera y aterrizar en la casa de su madre. Ese fuerte vínculo familiar se matizó también en dos films tan diferentes como «Tower» (de Kazik Radwanski), donde un Peter Pan calvo y profundamente desagradable tiene serios problemas para abandonar en el mundo real los seductores códigos online; también «Sister» (de Ursula Meier), donde los lazos familiares se falsean para compensar la precariedad económica. Pero si primó una sensación a la hora de plasmar esta juventud, fue la de pura deriva… Algunos personajes se mostraron literalmente perdidos, como los de «Leones» de Jazmín López. Otros lo hicieron metafóricamente, como los de «The We and The I» de Michel Gondry. Y los hubo que incluso llegaron a extremos de insalubridad mental, como los protagonistas de las inquietantes «Boy Eating The Birds Food» (de Ektoras Lygizos) o «Simon Killer» (de Antonio Campos). En general, un panorama desolador que alumbra pocas esperanzas para una generación realmente perdida.