Nuestra tercera crónica del Festival de San Sebastián 2014 ya empieza a tener fuertes filias como las de «Corn Island», «Still The Water» o «Loreak».
[dropcap]P[/dropcap]asan ciento nueve minutos de la media noche. Los orificios de ventilación ubicados en el techo de la habitación de la Pensión Alameda van emitiendo cada cierto tiempo unas ráfagas de aire no especialmente frío y sí especialmente tenue, que no logran aplacar el bochorno reconcentrado en la estancia. Es la séptima vez que suena el “Prayer for the Dying” de Seal. En bucle, como tiene que ser. Alberto Ruiz Gallardón es trending topic; ayer lo fue Mariló Montero, pero que me aspen si sé por qué. Y es que aquí estamos a otros menesteres. ¿Qué por qué os cuento esto? Pues porque: a) la vida del acreditado en los festivales como este San Sebastián 2014 no es un camino de rosas ni un paraíso de lujos, glamour y copas gratis; sobre todo lo de las copas gratis; y b) los caminos del Señor son inescrutables.
Planos cortísimos de un grupo de adolescentes filmados en clase recitando pasajes de “Antígona”. “Limbo” no podría tener un inicio más prometedor y, sin embargo, la evolución de su metraje avanza peligrosamente hacia una muy poco sugerente inconcreción. La opera prima de la danesa Anna Sofie Hartmann se insinúa como una interesante colección de simbolismos dentro de un cine que podríamos llamar de elipsis, un cine de tiempos muertos: todo lo que importa en “Limbo” está fuera de campo, espacial y temporal, lo cual nos parece ciertamente atractivo. Los elementos se van alineando para finalmente dibujar con un trazo más bien titubeante un drama enfocado en una atípica relación alumna-profesora, que se cierra argumentalmente de manera moderadamente caprichosa. No se trata de una película carente de valor, por más que su máxima valía quizás radique en descubrir el magnético rostro de su actriz principal, la joven Annika Nuka Matthiasen. El problema estriba en que, finalmente, “Limbo” se queda ahí mismo, en un limbo inerte, en una peligrosa tierra de nadie que no lleva a ningún lugar ni de ninguna parte parece venir. No obstante, habrá que seguir de cerca la trayectoria de la debutante Hartmann.
Tampoco especialmente memorable resulta la incursión más Hollywood-friendly de Ira Sachs, director de “Keep The Lights On”. “Love Is Strange” se centra en las dificultades de una pareja homosexual de clase media-alta a la hora de adaptarse a un nuevo contexto vital tras la rebaja de ingresos de la pareja. Muy del gusto de ese dizque indie sundanciano, “Love is Strange” es un drama amable, bien intencionado y relativamente aséptico, que pasa de puntillas, muy tangencialmente, por su crítica a la sociedad americana, esa sociedad que no se rasga en exceso las vestiduras por el despido injustificado e injustificable de un veterano profesor por ejercer su derecho al matrimonio con una persona de su mismo sexo. En vez de ello, se centra en mostrar la cara amable de la relación entre unos carismáticos John Lithgow y Alfred Molina, pero también enfatizando más allá de lo estrictamente necesario los aditivos dramáticos (súbame esa musiquita aquí, póngame ese lens flare allá). Vuelve a ser una gozada, como siempre que tenemos la suerte de verla en pantalla grande, la presencia de la nunca suficientemente reivindicada Marisa Tomei. Sin embargo, más allá de estas apreciaciones aisladas, “Love Is Strange” se queda en poco más que una ligera medianía.
En las antípodas de “Love Is Strange” y otras películas esencialmente epidérmicas, que tal y como vienen se esfuman de la memoria, se sitúa la abrumadora “Simindis Kundzuli (Corn Island)”, segundo largometraje del cineasta georgiano George Ovashvili. “Corn Island” retrata la relación entre un anciano que vive en un pequeño trozo de tierra rodeado por el inestable caudal del río Inguri (esta sí es la auténtica isla mínima) en la frontera entre Abjasia y Georgia, y su nieta, una joven que ha perdido a sus padres. El terreno se ve ocasionalmente asediado por grupúsculos militares georgianos, abjasios y rusos. Bajo esa premisa, la cinta de Ovashvili muestra en el plano profundo una reflexión extraordinaria sobre el paso del tiempo, cuando la fugacidad de las cosas va íntimamente relacionada con el devenir mismo de la vida, pero también sobre la propiedad, la ambición, la pérdida, la individualidad y los caminos de la comunicación. No obstante, cuando la cinta se agarra fuerte al corazón es cuando transmuta en un bildungsroman atípico, agreste y maravilloso. Probablemente nunca nadie antes haya filmado de una manera más abrumadoramente bella y poética la transición de la infancia a la adolescencia: la menarquia del siglo. Y aún más allá de toda consideración filosófica argumental, por encima de todo “Corn Island” es un inconmensurable prodigio visual. Cada uno de sus planos -desde unos angulares salvajes a unos bokehs devastadores-, elogios de la geometría y la luz, constituyen prácticamente una unidad de fuerza indivisible. La narración al servicio de la imagen, de una vez por todas. De momento, la película del festival.
Nadie filma los matsuris (eventos festivos japoneses típicamente veraniegos) como Naomi Kawase. Lo hizo en 2003 al final de la indiscutible obra maestra “Shara” y lo hace once años más tarde de forma más fugaz y menos trascendente en el inicio de esta muy apreciable “Futatsume No Mado (Still The Water)”. La cinta, presentada en la sección Perlas, disecciona los lazos emocionales entre dos adolescentes que empiezan una relación y, a su vez, sus vínculos familiares (la madre de ella, enferma terminal; la madre de él, separada y en proceso de conocer a otros hombres). La presencia cercana de la muerte y la confrontación con la pérdida y el duelo toman diferentes formas en el film: desde la aparición del cadáver de un desconocido en la playa hasta la situación de últimos días de la madre de la protagonista. La densidad emocional de “Still The Water” toma cuerpo de forma más patente a partir de las bonitas imágenes que consigue plasmar Kawase, siempre con la presencia constante del agua, ese elemento enorme y temible en el film, en primer o segundo plano. El acúmulo algo brusco de resoluciones argumentales al final del metraje, junto con ese ocasionalmente excesivo toque new age tan propio de Kawase, desvirtúan en cierta manera los logros de esta por otra parte apasionante película. No obstante, todo enmudece ante la escena más impresionante, no sólo del film sino prácticamente también de todo lo que llevamos de festival: una de las muertes más mágica y evocadoramente rodadas que recuerde haber visto. Nudo en la garganta y aplauso.
Y cerramos la crónica de hoy con la muy agradable sorpresa de “Loreak”. La cinta de Jon Garaña y José Mari Goenaga es un drama intimista, lleno de ternura y compositivamente intachable sobre el vuelco en la vida de una serie de personas ante el aparentemente simple e inocente hecho de recibir unas flores anónimas. Dotada un tempo exquisitamente preciso y forjada con una apreciable naturalidad tanto en sus planos como en sus actuaciones, “Loreak” se expande en el espectador desde la modestia y el gusto por las pequeñas cosas bien hechas y mejor contadas. Hay un trasfondo a priori triste y doloroso en esta cinta rodada en euskera, ya que, personalmente, percibo que de alguna forma certifica de forma rotunda el fracaso eterno de la pareja como célula emocional, aunque por otra parte también hay algo de liberador y visionario en esta verdad poco discutible. Así, a falta de ver lo que puedan hacer Mia Hansen-Løve con su “Eden” y Carlos Vermut con “Magical Girl”, “Loreak” se coloca de momento como la favorita, personal pero diría que también universal, de la Sección Oficial. Un pequeño gran éxito íntimo.
[TEXTO: David Martínez de la Haza + Deborah Moreno]