«Time goes by so slowly«, cantaba M-Dolla hace ya sus añitos. Pero eso era porque la señora no se había pasado por el Zinemaldia. Porque, si no, es que no se entiende. Aquí falta tiempo para todo: para comer, para darse un bañito (nada de veranillo; ¡veranazo de San Miguel, oiga, con estos calores donostiarras!), para hacer el zángano… Pero para lo que siempre sacamos tiempo es para irles contando en estas crónicas lo que vamos viendo en el festival, del que ya hemos pasado el ecuador y que en general se está saldando positivamente en cuanto a la calidad cinematográfica, que es de lo que finalmente se trata. Vamos, digo yo.
Que la historia de «Gloria» sobre la reconstrucción personal de una señora a punto de entrar en la sesentena nos pueda interesar (a priori) muy poco es algo que no debiera sorprender a nadie. Que muchas, muchas horas después prevalezca en la retina, en la memoria, el último baile catártico de «Gloria«, esa revolución solitaria y desafiante a su contexto, a todo lo que le rodea, tiene un mérito notable. Y no todo ello se puede achacar a los históricos acordes del «Disco 2000» de Pulp hit de Umberto Tozzi que suena en los créditos finales para lagrimita de los más talluditos. En «Gloria«, Sebastián Lelio filma austeramente, dejando que todo el peso del film recaiga en el tremendo tour de force interpretativo de su protagonista, Paulina García. Resulta especialmente interesante la oscilación del centro de gravedad emocional de Gloria (el personaje, pero también el propio film) en busca de un equilibrio que parece encontrar en sus secuencias de cierre. Muchas, muchas horas después de verla, ahora sí, podemos decirlo: gran película.
En cambio, los temores de encontrarnos con una nueva «Precious» afloraron conforme la cola avanzaba para entrar a ver la última sensación del cine independiente norteamericano: «Fruitvale Station«. El film de Ryan Coogler llegaba precedido no sólo de su éxito en Sundance, sino de toda serie de parabienes por parte de la crítica de su país. Basada en un trágico hecho real, al planteamiento inicial de «Fruitvale Station» no le falta atractivo: narración en primera persona del último día del año de un joven afroamericano en la Bay Area californiana. Pero pronto empiezan a aparecer tics telefilmescos que afean las buenas costumbres que puntualmente aparecen en la cinta, como el ritmo tenso que Coogler le imprime en ciertos segmentos. Por supuesto, no estamos ante el escupitajo antes mencionado que Lee Daniels nos lanzó hace unos años, y «Fruitvale Station» resulta aceptable, con algunos hallazgos formales remarcables (la recontextualización casi 2.0 artefactando tanto al relato como a la propia vida) y un notable Michael B. Jordan como Oscar Grant III, pero que finalmente se echa a perder por su cutrez sentimentalista y su regocijo en la imposición melodramática.
Y más que imposición melodramática, es implosión melodramática la que se desborda en la intensa ganadora del Oso de Oro en el pasado Festival de Berlín. «Child’s Pose» toma como excusa argumental las consecuencias inmediatas del accidente fatal en el que un hombre, hijo único de una familia con posibles, atropella mortalmente a un muchacho de clase baja. Narrada con pulso trémulo para intensificar el drama, el director Calin Peter Netzer muestra las carencias y desórdenes afectivos de una familia pudiente cuando les toca enfrentarse a la tragedia en un entorno completamente ajeno a ellos. Enfatizando el poder que (aún, quién lo diría) puede tener el diálogo en el cine contemporáneo, Netzer y el guionista Razvan Radulescu entregan algunas escenas de tremendo calado, como la reunión entre la madre del homicida y un testigo del accidente en el que se insinúan, se esconden y se vuelven a insinuar toda una serie de tejemanejes que ponen muy al descubierto la fragilidad moral humana. «Child’s Pose» afecta finalmente por cuanto muestra la podredumbre inquebrantable del ser en si. Aplausos.
Pero el plato fuerte del festival ha tenido que llegar desde el espacio exterior. Lo primero que me interesaría dejar claro es que «Gravity», cinematográficamente hablando, es un milagro. Incluso si lo redujéramos a un simple (¿simple?) espectáculo, seguiría siendo un milagro. Alfonso Cuarón (con su hijo Jonás como aliado en forma de co-guionista) manda al espacio a Sandra Bullock y a George Clooney, dejándolos a la deriva, sin contacto con la Tierra y únicamente permitiendo el vínculo y la comunicación entre el uno y la otra. ¿A que dan ganas de salir huyendo? No lo hagan: perderían ustedes. La nueva obra del autor mexicano se divide en dos partes. Tratar de describir con palabras la primera hora de metraje se hace difícil, y casi cualquier adjetivo podría considerarse injusto por reduccionista. El caudal inenarrable de sensaciones que Cuarón marca a fuego en el espectador en esa primera parte (vértigo, tensión, angustia… Podría seguir, pero lo dejo aquí) es capaz de dejarte temblando y casi sin oxígeno, en lo que parece una jugada maestra para hacer unívocas las sensaciones entre lo que ocurre detrás y delante de la pantalla. «Gravity» muestra a partes iguales un derroche de efectos visuales probablemente nunca visto hasta ahora (cada píxel manipulado adquiere su razón de ser), dotando por fin de todo el sentido al cine en 3D, y un artesanismo prodigioso con la cámara, especialmente abigarrado y brillante en la capacidad para sumergirte en la deriva junto a los dos protagonistas, a través de indescriptibles planos-secuencia que oscilan entre el objetivo y el subjetivo con una maestría absoluta. La segunda parte, por contra, pierde parte de ese fulgor asombroso y se abre a terrenos casi estrictamente filosóficos: la soledad del ser, el abandono ante la pérdida y el renacimiento (toda la escena final puede y debe ser vista como un parto). El resultado final es de una torrencialidad abrumadora, pero también de un equilibrio pasmoso, y convierte por derecho propio a «Gravity» en una obra rotunda, que no puede ser silenciada en las entrañas mismas del espectador.