Justo en el ecuador del Festival de Cinema D’Autor de Barcelona 2015, realizamos una crónica con protas como Alain Resnais, Gregg Araki y otras sorpresas.
Cualquiera podría pensar que, encontrándonos como nos encontramos en el ecuador del Festival de Cinema D’autor de Barcelona 2015, lo más normal deberían ser los estreses de todo tipo… Pero si alguien piensa eso es que no conoce el D’A en primera persona: será por el material sensible que maneja (películas por lo general de tempo pausado, que apelan más al cerebro que al físico y que, cuando apelan al físico, no lo hacen a través del apabullamiento en 3D, sino a través de tácticas mucho más sofisticadas), será por el excepcional marco del centro de Barcelona (con todas sus comodidades), será que desde la organización transmiten una pulcritud fuera de todo caos… Será por lo que sea, pero el D’A 2015 está siendo una experiencia de una dulcísima pero calma intensidad.
Ante semejante panorama, no sorprenden presencias como la de «Aimer, Boire et Chanter«: es este el último film de Alain Resnais, ese testamento involuntario que el director consiguió finiquitar pero que fue estrenado después de su muerte repentina. Y, pese al hecho de que es esta una película redonda, duele pensar que su anterior «Vous N’Avez Encore Rien Vu» hubiera sido un testamento mucho más rotundo por lo que tenía de intrincadísimo y elocuente laberinto escarbado en las paredes de un meta-cine capaz de explorar el teatro y el vodevil… «Aimer, Boire et Chanter» también es un ejercicio de aproximación al teatro y al vodevil desde el cine, pero sin necesidad de intelectualizaciones ni etiquetas «meta»: la depuración de los escenarios en todo un conjunto de superficies planas diseñadas e ilustradas por Blutch le sirve a Resnais para que lo que brille sea la propia estructura teatral del guión de Alan Ayckbourn sobre la conocida obra «Life of Riley«.
Al fin y al cabo, es imposible abordar «Aimer, Boire et Chanter» sin perdonarle continuamente su falta de pretensiones: sin Resnais entre nosotros, lo único que nos queda es celebrar el hecho de que, en la última fase de su carrera, consiguiera hacer brillar esa espina dorsal de teatro que le permite al cine moverse con total libertad narrativa. Y, teniendo en cuenta que el realizador ya demostró a lo largo de su carrera que, cuando había que dar el do de pecho en lo abstracto y en lo intelectual era el primero de la clase, ¿por que no permitirle y permitirnos el lujazo de sentarnos ante «Aimer, Boire et Chanter» y, simple y llanamente, disponernos a disfrutar, a reir y a amar (y, oye, si puedes beber mientras ves la película, mejor que mejor)?
Menos benevolentes deberíamos mostrarnos, sin embargo, con ese desbarre que se ha permitido Gregg Araki bajo el nombre de «White Bird in a Blizzard«. Sí que es cierto que, si echamos la vista atrás, el director ya ha sufrido en varias ocasiones esa enfermedad del «venirse arriba» e intentar ser lo más comercial posible: ahí está la horripilante «Splendor» para certificar lo dicho. Y también hay que reconocer que Araki viene de donde viene, de la generación de la televisión… Pero ni eso justifica el rollo de telefilm que se gasta «White Bird in a Blizzard«, una película cuyo guión se soluciona literalmente a base de voz en off (su final narrado es patillero al máximo), cuyos actores le dan un nuevo significado a la palabra «sobreactuar» (a Eva Green se la va la pinza haciendo de madre loquer, mientras que Shailene Woodley está tan verde que asusta) y cuya excepcional banda sonora, un retrato de la mejor radiofórmula de finales de los 80 y principios de los 90, es incapaz de salvar al resto del conjunto de la quema absoluta. ¿Lo más jodido? Que, vista en el marco del D’A 2015, canta demasiado; pero, si te pilla un sábado noche en casa con un par de copas de más y tus colegas compartiendo el sofá, se convierte en la peli de vuestras vidas.
Y si de contexto adecuado hablamos, habrá que convenir que «La Princesa de Francia» gustará más a aquellos que ya conozcan la filmografía de Matías Piñeiro. A los que no, este laberíntico re-work de los «Trabajos de Amor Perdidos» de Shakespeare les resultará ligeramente infranqueable: el estilo de Piñeiro, como un golpe en la cara con un libro bien esnobista, sin ofrecerte amarres que te ayuden a mantenerte en pie ni a intentar entender qué está ocurriendo, desconcertará a los espectadores peregrinos. Pero, ojo, que la escasa duración del film y, sobre todo, su chispeante verborrea y burbujeante ritmo consiguen que «La Princesa de Francia» no sólo convenza, sino que te deje con ganas de más. De más obras de Matías Piñeiro, claro. [Raül De Tena]
Lo que sucede con las referencias cinematográficas es que muy a menudo resultan armas de doble filo… Y muy peligrosas, por cierto. Sobre el papel, no es mala idea plasmar y moldear tu proyecto en base a imágenes prestadas, a formalismos admirados (y admirables). No obstante sucede, como con las palabras, que se acaba siendo esclavo de ellas; sujeto a las propios condicionantes formales, son estos los que acaban más que moldeando, restriñendo la propia libertad creativa, la fluidez del film. Esto es lo que sucedió, en sentidos opuestos, en las propuestas vistas el lunes en el D’A.
Por un lado, «A Misteriosa Morte de Pérola«: desde la concreción y la síntesis plantea un relato de terror, en la mejor tradición de las casas encantadas y del elemento sobrenatural acechante, que bien podría considerarse como una bizarra mezcla de Don Manoel de Oliveira y Rob Zombie remakeando «It Follows«. Pero, como decíamos, lo formal en este caso, lejos de ser un factor de estreñimiento rítmico, cumple su función de cemento constructor, de cimiento solido, con creces. Silencios, planos fijos, ángulos muertos, luz mortecina y un trabajo del sonido ejemplar se combinan con found footage, delirios guiñolescos y efectos epilépticos para crear un ambiente opresivo, inquietante, de amenaza constante que remite tanto a Carpenter como a Lynch, pero que sobre todo apela a los miedos interiores más primarios del espectador. Una muestra de cómo con muy poco se puede hacer pasar miedo, mucho miedo.
«La Sapienza«, en la que es la segunda propuesta del día, juega sus bazas haciendo flotar tres nombres, tres de los grande durante todo el metraje. La trascendencia de Dreyer, la forma áspera de Bresson y el existencialismo tragicómico de Rohmer se unen en una mezcla que nunca acaba de cuajar. Y no es porque, en cierto modo, los aspectos formales de cada uno no estén bien reflejados (aunque le falta la distancia irónico-crítica que tan bien usaba Dreyer), sino porque el exceso abusivo de cada una de las referencias acaban por ahogarse unas a otras, a reducir su eficacia. No encaja muy bien en un film que habla de luces, espacios, y armonías arquitectónicas combinar momentos vodevilescos rohmerianos con la desnuzes sanguinolenta de un Bresson, por poner un ejemplo. Al final, queda todo descompensado, con un ritmo espeso que va anulando paulatinamente el interés inicial que podía despertar una propuesta que, hay que reconocerlo, resuelve con cierta elegancia su complejo entramado estético pero que fracasa en su intento de vincularlo a lo ético, lo trascendente, lo religioso.
La jornada del martes, en cambio nos deparó lo que puede ser uno de los flms más polémicos (o, al menos, que suscita más posiciones encontradas) del festival. Se trata de la producción israelí «The Kindergaten Teacher«. Antes, sin embargo, nos detendremos en «Obra«, film del realizador brasileño Gregorio Graziosi. Un filme este que basa toda su estructura en su fuerza visual. Especialmente, jugando con los códigos del noir clásico, del blanco y negro ultracontrastado, se nos ofrece una visión diferente de la ciudad de São Paulo, dotándolo de una aura brumosa que, por momentos, da un aire de irrealidad al film, en los límites del fantástico. El problema estriba en que todo ello es muy atractivo, sí, pero no deja de ser un envoltorio que encierra lo absolutamente incomprensible. No, no es que «Obra» juegue a la abstracción: se intuye que hay tema, argumento y narración. De hecho estamos ante algo muy clásico, sin flash-backs ni elipsis, todo lineal, pero tremendamente confuso, mal narrado. El poso que nos queda es el de cierto desánimo, al no poder acabar de atinar qué nos estaban (intentando) contar.
Todos los festivales cinematográficos del planeta deberían instaurar un premio a aquellas producciones que, bajo el manto de la seriedad, la profundidad y la declaración de intenciones de trascendencia, acaban por hacer el ridículo más absoluto. A falta de otros calificativos, el premio podría llamarse La Escoba de Nicky, la aprendiz de bruja. Un título que ejemplariza como pocos de qué tipo de películas estamos hablando… «The Kindergarten Teacher» sería pues, el fácil ganador de este galardón en la edición de este año del D’A. Y eso que la película, en su planteamiento, empieza por exponer temas inquietantes bajo aspectos formales como mínimo interesantes. La violentación de la cámara, su uso como reflejo del estado psicológico de los personajes, pegándola a los cuerpos, apartándola a golpes o desencuadrándola siguiendo el ritmo del desajuste mental de la protagonista, constituyen un ejercicio saludable de provocación y de descoloque de la audiencia. Y aquí es donde Nadav Lapid, responsable del desaguisado, pierde el control totalmente de la película.
No sabemos a ciencia cierta lo que se pretende, ni el mensaje ulterior a todo lo visto, pero la deriva que toma el metraje es digna del Titanic. Prescindiendo completamente de los aspectos formales anteriormente contados, el film se sumerge en una espiral delirante de sinsentidos argumentales, de diálogos y escenas bochornosas (lo de meter un bailecito ridículo empieza a ser TT en la filmografía mundial) y, para remate final, un ralentizamiento inexcusable de la historia que hace que su metraje no es que se haga largo, sino que resulte interminable. El balance final, la reacción última que provoca «The Kindergaten Teacher» es la risa incontrolada: es aquello de reír para no llorar o, en este caso, para no largarse de la sala enfadado. O igual este era el propósito último de la cinta. En cuyo caso, hay que decir que consigue un exitazo total. [Alex Pérez Lascort]