Nuestra primera crónica del Festival de Cine Europeo de Sevilla 2014 parece tener dos favoritas por encima del resto: «Cavalo Dinheiro» y «Cábala Caníval».
[dropcap]A[/dropcap]penas hemos sobrepasado el ecuador del Festival de Cine Europeo de Sevilla y nuestras impresiones no pueden ser más positivas en cuanto a la calidad cinematográfica, pero también en lo que respecta a organización y comodidad para el espectador. ¿El hecho de ubicar el grueso casi absoluto de la programación en un cine multisalas algo alejado del centro de la ciudad hace que se pierda un poquito el ambiente característico de un festival cinematográfico? Posiblemente. Sin embargo, la suma de que apenas existan retrasos en las proyecciones (y que estos sean mínimos cuando los hay), las colas de entrada sean casi anecdóticas, las facilidades para recoger los pases sean máximas y la comodidad en la sala sea más que notable minimiza cualquier otra consideración, al menos en la opinión del abajo firmante.
Finalmente, en realidad, lo que aquí ocupa y preocupa son las películas, y de momento, salvo quizás esa «Hungry Hearts» de Saverio Costanzo, con la que personalmente no llegué a conectar en ningún momento (aunque la mayoría de la crítica ha mostrado aquí moderadas alabanzas hacia ella), las propuestas que servidor ha ido viendo se saldan entre el notable y el excelente, con un par de matrículas de honor, como son «Cavalo Dinheiro» de Pedro Costa y «Cábala Caníbal» de Daniel V. Villamediana. A continuación, mis impresiones sobre estas dos joyas y otras de las cintas destacadas en lo que llevamos del certamen.
Empezamos hablando de uno de los platos fuertes del festival. Bertrand Bonello consigue en «Saint Laurent«, a pesar de tener que ceñirse al relato biográfico, construir momentos absolutamente fascinantes. Esteta privilegiado, Bonello logra PENSAR LA BELLEZA, no sólo plasmarla o ejecutarla. Me explico. Se advierte casi un tratado filosófico sobre la belleza y la elegancia intrínseco en la forma en que está hecha «Saint Laurent«: la manera de hablar de los personajes, la forma de mirarse, cómo se mueven, su cadencia, cómo suenan… Y, por supuesto, unido a eso, importantísimo, cómo se coloca la cámara con respecto a todo ese compendio, con esos planos medios a modo de frescos donde la acción parece desarrollarse a cámara lenta, casi congelada, recordando ocasionalmente a su anterior obra, esa crucial «L’Apollonide» ante la que «Saint Laurent» palidece en cierto grado. Huyendo de la zafiedad incluso cuando parece complicado, Bonello erige un compendio formal maravilloso a mayor gloria de la belleza de los cuerpos y los rostros, en los que Gaspard Ulliel, Léa Seydoux, Aymeline Valade y Louis Garrel forman una tetralogía de la pansensualidad, y llena «Saint Laurent» de brillantes creaciones formales, desde el plano contrapicado de Seydoux en la discoteca donde las barras luminosas del techo se confunden cromáticamente con su turbante (una «Pasión» semiológicamente alternativa a la de Dreyer y probablemente una de las imágenes más hermosas del festival), hasta la escena de la transmutación corporal de Valeria Bruni-Tedeschi por medio de mínimos reajustes en su vestuario o el maravilloso desfile en el último tramo de la cinta. Si el cine, como la vida, es memoria, «Saint Laurent» debe prevalecer en ella como, una vez más, la abrumadora victoria de lo sensorial.
«Turist«, del director sueco Ruben Östlund, parece haber despertado las simpatías quizás más unánimes en lo que va de festival en lo que respecta a la Sección Oficial. Arrancando una discreta ovación al final de su proyección en pase de prensa (y esto es meritorio, ya que la cultura del aplauso -o el abucheo- no parece haber calado de momento en el SEFF) y agotando alguno de sus pases para público, la cinta se mete de lleno en el abordaje de inspeccionar las cañerías que circulan en la parte oculta de la pareja. Lo que inicialmente parece una boba comedia familiar en la que padres e hijos pasan una semana de relax en una estación de esquí se torna eventualmente un drama oscuro sobre las miserias del ser humano, todo ello con elementos de humor cínico y envuelto en una atmósfera opresiva, casi terrorífica y desde luego taquicardizante. Esta especie de fábula claustrofóbica moral, donde las avalanchas que realmente matan no son de nieve, sino de medias verdades y mentiras enteras, logra conquistar por medio de la efectividad en sus interpretaciones (tremenda una desconocida, al menos para mí, Lisa Loven Kongsli, como una auténtica madre coraje del siglo XXI) y de una forma de filmar que se desmarca de la truculencia del primer plano, abriendo el campo a veces hasta extremos cuasi voyeurísticos. Queda para el final una nota abierta, quizás, a la esperanza, pero que, de nuevo, nos deja dudando sobre si es una media verdad o una mentira entera.
Enmarcada en la sección Las Nuevas Olas, «Los Hongos» centra su hilo argumental en la relación entre Calvin, un grafitero de buen corazón, y Ras, un skater parco en palabras. Alrededor de ellos se construye un microcosmos amable, conformado por una variopinta galería de personajes (la abuela de Calvin, convaleciente de tratamiento quimioterápico; su padre, un hilarante cantante tenor de canción melódica venido a menos; la madre de Ras, entregada a un culto cristiano; una pandilla de grafiteros discrepantes) dentro de un macrocosmos agresivo en el que pobreza, injusticia y nihilismo caminan de la mano. «Los Hongos» me interesa por cuanto tiene de retrato transversal del gueto. De un gueto, al menos, por no querer ser demasiado universalizador. Subyace en toda la trama una atmósfera de rebelión constante que aflora en sus últimos compases y que choca yerma contra elementos externos. Nadie discute las evidentes buenas intenciones del film, y es verdad que la película de Óscar Ruiz Navia dispone de unos mimbres exquisitos que de entrada parecen obligar a que la historia transite por vías de la comedia dramática coral. Y así se plantea en los compases iniciales la obra. Sin embargo, hacia el último tercio del metraje la historia se difumina, se pierden los cabos narrativos, mutando completamente su espíritu al probar de diferentes vericuetos (ora la denuncia socio-política, ora la reflexión panadolescente), cosa que no tiene que ser un perjuicio por sí mismo, pero que en «Los Hongos«, por desgracia, sí lo es.
[/nextpage][nextpage title=»PARTE 2» ]Tras «Juventud en Marcha«, el cineasta portugués Pedro Costa retoma la figura de Ventura, el protagonista en aquella obra quintaesencial, pero aquí el personaje adquiere una dimensión aún más profunda, más fantasmagórica y, sin embargo, más real. Ajado, tembloroso, casi mutilado emocionalmente por los recuerdos de la guerra, Ventura va a ponernos frente a la memoria arrinconada de un país. La cinta de Costa es un grito desesperado y poliédrico que reflexiona sobre las huellas del pasado marcadas a hierro candente en el presente. «Cavalo Dinheiro» parece colmar las ambiciones artísticas pero también políticas designadas en su planteamiento, en una especie de ajuste de cuentas personal, en el que la voz del propio Ventura sobre sus recuerdos de la Revolución de los Claveles son plasmados para percutir en una realidad actual llena de sombras y de espíritus. Según palabras de Pedro Costa, se trata de una cinta hecha «con los restos» desde el punto de vista de producción. Pero también reconocemos esa sensación en el remanente artístico, en el poso que nos deja su visionado, por cuanto su devastadora hermosura es aún más palpable desprovista de todo chasis inerte. Ello condiciona además que la obra sea un golpe incómodo y profundo al estado del bienestar moral: «Olvidarán nuestros rostros; ¡ya no cantarás jamás!«, le advierte una estatua humana a modo de soldado fantasmagórico a Ventura en una de las escenas más devastadoras de la cinta. Y es así: «Cavalo Dinheiro» alude directamente a la consciencia y a la entraña. Formalmente, eso sí, la obra se erige en un lienzo que deja sin habla, auténtica alquimia lírica del claroscuro, algo característico en la obra previa de Costa pero que aquí alcanza unas cotas de belleza poco advertidas anteriormente. Convengamos finalmente en que «Cavalo Dinheiro» rezuma tanta poesía, tanta brillantez formal y tanta intensidad sincera que sería injusto no considerarla una de las cintas más importantes del año.
Entroncada de alguna manera con la película de Pedro Costa, en su disección casi entomológica de la (¿ausencia de?) memoria global aplicada a la búsqueda de la identidad familiar y personal, encontramos «Cábala Caníbal«. Digámoslo de entrada para poner las cosas sobre la mesa: «Cábala Caníbal» es una catarata; y este soy yo intentando meterla entera en una cestita de mimbre. Fíjense, hay una extraña y maravillosa virtud en «Cábala Caníbal«, el cuarto largometraje de Daniel V. Villamediana. En realidad hay muchísimas, demasiadas virtudes en esta obra fascinante e inabarcable, pero la primera me parece un micro-argumento clave para enfrentarse a ella: en «Cábala Caníbal» no hay sinopsis, hay hipnosis. Daniel V. Villamediana propone una lección de historia sobre los judíos heterodoxos en la península desde los siglos XIII y XIV casi como excusa narrativa para profundizar en la investigación de su propia persona a través de una genealogía del yo tan arrebatadora como admirable. Formalmente narrada mediante el recurso de la pantalla partida, las imágenes se turnan o se solapan entre un hemisferio y el otro, conversando entre ellas y a su vez entre el espectador y el creador de la obra. Se crea así un diálogo multidisciplinar apasionante, con un acúmulo tal de cine en su acepción más pura y mágica, que resulta sobrecogedor. El verdadero terror llega ahora: me temo que «Cábala Caníbal» puede ser una experiencia frustrante, por cuanto probablemente se necesitaría verla n+1 veces, donde n tiende a infinito, para intentar ser capaz de aprehenderla entera; en esencia, se antoja una entelequia domesticarla intelectualmente. La obra de Villamediana vuela tanto más alto que casi todo lo que he visto en el campo de lo audiovisual que no puedo sino rendirme y dejarme apabullar. «Cábala Caníbal«, lo dije, es una catarata; y este soy yo intentando meterla entera en una cestita de mimbre.
Con respecto a «Las Altas Presiones«, de Ángel Santos, podríamos establecer un juego de palabras y relacionarla por contraposición a «las bajas pretensiones». Y es que esto es tan tramposo por mi parte como cierto. Personalmente, podría entroncar «Las Altas Presiones» con «Loreak«, otra enorme cinta mínima, cine de miradas, de silencios, de gestos. Y, gustándome mucho como me gusta la cinta de José Mari Goenaga y Jon Garaño, «Las Altas Presiones» la siento más cercana, demasiado cercana de hecho como para poder enfrentarme a ella desde una casi siempre preferible posición de asepsia. «Las altas presiones» podría resumirse como un coming-of-(second)-age en el que Miguel (Andrés Gertrúdix) ha perdido la juventud por y para siempre y él parece ser el último en darse cuenta (algo tan habitual como dramático). Establecerse vitalmente en ese punto en el que las fiestas se convierten en cualquier fiesta, donde el tiempo se pierde sin que nadie lo gaste; ese punto en el que lo más fácil del mundo es creer enamorarse de chicas demasiado jóvenes (en su DNI o en su mirada); ese punto donde no salen las palabras y cuando salen son algo mejor que ridículas y algo peor que acertadas… Quedarse en ese punto, en fin, es imposible en tanto que intrínsecamente inestable. De ahí que el protagonista lo resuelva mediante una especie de huida hacia delante desde el punto de vista sentimental, intentando encontrar su propio equilibro. Un brillante uso de la elipsis que de alguna forma nos posiciona cercanos a su desubicado protagonista, junto con estimables guiños a una cinematografía clásica (ese plano final tan eficaz) constituyen algunos de los elementos narrativos que Santos utiliza para acercarnos la trama argumental a la piel. Pero quizás ninguno de ellos afecte de forma tan masiva al devenir de la película como la presencia de Itsaso Arana, una aparición mágica en la cinta, una epifanía tan intensa como arrebatadora, de la que echamos en falta un mayor acercamiento a su personaje, un inciso más íntimo en su mirada y en su experiencia subjetiva. En definitiva, estamos ante una cinta que ajusta de forma meridianamente precisa su tono (pequeño, desnudo, sincero) a la acción narrada. Quizás pueda pecar de ser tan específica en el retrato generacional planteado que la audiencia alejada epidemiológicamente de ese supuesto target potencial, por así decirlo, pueda recibirla con frialdad. Sin embargo, en caso de lograr conectar con ella, depara un gozo emocional tan inesperado como arrebatador. Y como de la piel para dentro mando yo, sólo puedo recomendarla con una sonrisa melancólica dibujada en la cara y con el corazón roto en varios pedazos.
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