Pero empecemos por el principio: SandwiChez es un negocio local que, a día de hoy, ya cuenta con cuatro locales repartidos por la zona alta de Barcelona (cerca de la Illa Diagonal, aunque el último que han abierto en el número 147 de la calle Numancia, queda también realmente cerca de la Estación de Sants). Ojo, porque si alguien está pensando en la palabra «franquicia» va más que errado: los creadores de SandwiChez saben que, si hay algo que no quieren para su retoño, es que acabe convertido en una franquicia sin alma. Cada nuevo local es tratado con mimo y cariño, siguiendo férreamente la filosofía puramente emocional que suele asociarse a los negocios pequeños y familiares. Y esta filosofía se percibe incluso en la disposición del espacio, que en los cuatro locales responde a unos preceptos de calidez e intimidad absoluta: capturando a la perfección el feeling de los cafés londinenses o neoyorkinos con gigantescas cristaleras que aportan una abundante luz solar, los espacios SandwiChez siempre son acogedores, con una profusión de maderas claras y con sillas y muebles viejos que parecen (y que os aseguramos que han sido) escogidos uno a uno, con dedicación y buen gusto. Nada de ruidismo ambiental: que me expliquen cómo lo hacen, pero lo cierto es que en SandwiChez siempre reina una calma que parece impropia de una ciudad tan bulliciosa como Barceona.
La pregunta, sin embargo, resulta inevitable: ¿cómo es posible que un conjunto de un total de cuatro locales sea capaz de presentar una filosofía cafetera interesante para esta Segunda Ola? Por un hecho muy básico: en SandwiChez no quieren un barista estrella que, en caso de marchar, se lleve con él los secretos del café perfecto. Tampoco quieren que, si vas un día a tomarte un café y resulta que el barista maestro no está trabajando a esa hora, acabes bebiendo un café regulero. Así que la idea es la siguiente: SandwiChez aspira a que absolutamente todo el equipo sepa hacer un muy buen café. Para ello, han recurrido al mejor maestro: Kim Ossenblok ha sido el encargado de formar a este equipo que, además, sigue reciclándose continuamente en lo que respecta a formación cafetera. Cada nueva adquisición del equipo necesita pasar una formación mínima antes de permitirle ponerse al mando de la cafetera: hay unos preceptos básicos de higiene, de liturgia y de cariño que hay que asimilar para poder trabajar los productos básicos que conforman el buen café de SandwiChez. Esos productos básicos, además, no son dejados al azar ni tampoco responden a unos preceptos desleales de optimización económica: la leche (siempre fresca) procede de la Granja Armengol, mientras que el grano utilizado para el café siempre es de variedad arábiga (que viene a ser el mejor estándar de calidad posible, en contraposición a la variedad robusta).
Aun así, y por si la calidad del café no fuera atractivo suficiente, en SandwiChez la calidad de la comida es simple y llanamente extrema: si en el café buscan la excelencia, en sus bocadillos, ensaladas y zumos no iban a ser menos. De nuevo, la materia prima es lo que marca la diferencia: sin obsesionarse con certificados eco ni mandangas diversas, los productos que emplean en SandwiChez para la realización de sus platos siempre sorprende, ya sea con las olivas negras de Marruecos, el aceite de oliva de Les Garrigues o el pan de un total de seis proveedores diferentes (todo sea por encontrar el sabor perfecto). Buscando siempre el equilibrio entre la tradición (intentan que, cuando visitas SandwiChez, siempre encuentres determinados básicos que no cambian en la carta) y la novedad (el equipo se reúne cada semana a la búsqueda de novedades que sorprendan al paladar de los visitantes), la carta se expone directamente en una vitrina que deja a la vista que aquí no hay trampa ni cartón: cuando tienes plena confianza en la calidad del producto que manejas, ¿por qué no enseñarlo al mundo? De eso va SandwiChez. Bueno, de eso y de buen café. Pero no me vais a hacer que lo repita otra vez, ¿verdad?