Esperar era recomendable también entre otros motivos porque, a pesar de su corto recorrido, el viaje de «True Detective» ha sido intenso, hasta el punto de que al terminar el segundo capítulo uno tenía la sensación de estar viendo una serie distinta de la que transmitía el final del cuarto. O del sexto, o del octavo. Tener marcada en el calendario la fecha del desenlace desde el primer momento (eso tan inusual en televisión pero que tan buenos resultados creativos suele dejar) le ha permitido a Nic Pizzolatto hilar una estructura del relato en tres actos voluntariamente asimétricos que ha hecho avanzar la serie de manera natural, sin tener que mostrar todas sus cartas desde el piloto, convirtiendo a la temporada en algo vivo y tan cambiante como la propia investigación. «Como espectáculo pirotécnico está muy bien, pero es que la serie no era esto«, clamaban algunos después del archiconocido plano-secuencia, que, a fin de cuentas, era sólo el final del cuarto episodio de un total de ocho. Hombre, hombre, pues claro que la serie era eso: también era eso.
La serie era, de hecho, muchas cosas. Era esa impecable ambientación, su atmósfera malsana, la falta de oxígeno, la oscuridad y el olor a podrido que desprendía. Era los pantanos de Luisiana, el contraste entre sus dos conflictivos líderes (qué interesante tener a dos protagonistas que, al menos durante buena parte de la trama, realmente se desprecian, en vez de pelearse-pero-en-el-fondo-quererse-un-montón), la exploración de la doble y triple moral del que interpreta Woody Harrelson utilizando a las mujeres como catalizadores, el juego narrativo y el divertido juego de espejos que suponía el uso del montaje paralelo y la discrepancia entre lo que algunos cuentan que ocurrió y lo que nosotros sabemos (y vemos) que ocurrió. Pero era también una solemnidad y un retorcimiento en los diálogos que a veces chirriaban puestos en boca de un actor, era un McConaughey (el del presente) caminando sobre la fina línea de la sobreactuación y era, en fin, un caso policial que (para ser un mero macguffin) se tragaba demasiada parte del metraje, no estaba especialmente bien contado y, en fin, acababa devorando un último episodio que casi hacía parecer a la serie que nunca había sido en los siete anteriores: un policíaco resultón pero algo vulgar.
«True Detective» ha sido muchas cosas (la mayoría buenas; otras, que también las hay, no tanto) y el ruido que se ha montado en torno a ella todavía más. Una serie cuidada hasta el extremo, que se ha beneficiado mucho de las ventajas de su modelo (la libertad creativa, el final determinado) y se ha visto perjudicado por sus inconvenientes (el sobreanálisis, la emisión a capítulo semanal que no le sienta especialmente bien en estos tiempos de Netflix). Una serie deslumbrante en lo estético, que no ha temido parar el reloj cuando hacía falta pero que cuando la situación era propicia tampoco ha dudado en sacarse la chorra. Una serie que no ha tenido miedo a salirse de su zona de confort, aunque eso haya supuesto que no todo funcionase en cada momento. Su paso no siempre ha sido firme y en algún momento ha cojeado pero, desde luego, nadie le quita el puesto de ser lo más relevante que se estaba haciendo aquí y ahora. Qué inmenso reto será esa segunda temporada.