El desembarco de grandes directores de cine en televisión es una historia que está más contada que la del Titanic. Artesanos del celuloide más que reconocidos que cambian los platós de cine por los de la pequeña pantalla para producir y, en algunos casos, dirigir algún que otro piloto o capítulo porque, total, para estar haciendo sudokus en casa, mejor eso que en su tiempo daba unos buenos dineros y ahora resulta que también, añaden caché. En los últimos tiempos, en la hornada de la tan cacareada Tercera Edad de Oro de la Televisión que (por fortuna) estamos viendo, no es tan habitual, sin embargo, que estos directores de cine se instalen temporalmente dentro del marco de una televisión para sacar adelante la realización de una temporada entera (como sí hicieron en su día Lynch, Hitchcock, Altman o Fassbinder). Jane Campion sí lo ha hecho con «Top of the Lake«. No es su primera incursión en televisión (la primera fue en 1986 con «2 Friends«, y más tarde volvería con la miniserie «An Angel at My Table«, en 1991) pero lo que ha conseguido con ésta va muchísimo más allá de lo que se pueda esperar de la directora de «El Piano» o del posible capricho de una realizadora que busca aires frescos fuera del medio cinematográfico.
Rodada aprovechando el enmudecedor paisaje del interior neozelandés y ambientada en la localidad ficticia de Laketop, «Top of the Lake» entra fácilmente por los ojos con esa capacidad para aprehender todo el «landscapping» autóctono con sus elegantísimos planos panorámicos, pero también con aquellos con los que consigue suspender a sus personajes en el tiempo. La serie poco a poco va calando en el espectador como la fina y persistente lluvia del bosque a media tarde desarrollando una trama compleja sin ser retorcida que sigue los parámetros del thriller policíaco pero que se adentra también en asuntos tan turbios como la violencia de género, el incesto, la violación y la eterna lucha del Matriarcado vs Patriarcado sin dar la sensación en ningún momento de que se exceda de truculenta o se esté haciendo la picha un lío.
La serie, autoconclusiva de siete capítulos, se abre ante el observador con cada nueva entrega como una flor delicada que poco a poco va dejando ver capas y capas de negrura que hacen que su argumento vaya mucho más allá del simple thriller que parece a primera vista cuando la trama se desata en el primer capítulo con el intento de suicidio de la pequeña Tui Mitcham y su posterior desaparición, lo que hará que el regreso de la agente Robin Griffin a su pueblo natal para cuidar a su madre enferma terminal de cáncer se complique hasta niveles insospechados. En este punto, las comparaciones son inevitables y, hasta cierto punto, justificadas: lo primero que viene a la mente es «Twin Peaks» y luego «The Killing» (adolescente que desaparece + agente de policía que se embarra hasta las cejas + pueblo raruno con bastante mierda debajo de la alfombra), pero lo que hace diferente a la aventura neozelandesa de Jane Campion de las anteriores es la tremenda profundidad emocional que acaba adquiriendo a lo largo de los seis capítulos siguientes, lo bien medida que está cada gota de información que nos es facilitada y cómo choca la intensidad de una trama más negra que el fondo del lago que le da nombre con el salvaje e idílico en apariencia paisaje en el que tiene lugar la historia.
La sufrida Robin (una espectacular Elisabeth Moss que deja la laca y los vestidos sesenteros de «Mad Men» para enfundarse en los pantalones de una tenaz agente de policía con demasiada ropa sucia en la mochila) se nos descubre como uno de los personajes femeninos más impactantes de la temporada, con ese exterior de acero inoxidable que se funde a medida que el caso se complica y las implicaciones personales se hacen más evidentes. El malo de la película (o de la serie, en este caso) es un desconcertante Peter Mullan, que encarna a Matt Mitcham, el padre de la desaparecida Tui con la que mantiene una relación bastante off the limits. Mitcham es también un traficante de cristal sin escrúpulos, salvaje y embrutecido que tiene pillado por los huevos a todo el pueblo, incluido al Jefe de Polícia, y mantiene una guerra particular con las habitantes de Paraíso, un asentamiento feminista encabezado por la misteriosa GJ, que no es otra que Holly Hunter haciendo de Oráculo de Lesbos con peluca. La presencia de Paraíso en la serie es tan metafórica como física: allí van las mujeres a buscar reposo y respuestas y es donde acuden para lamerse las heridas en compañía y protegerse del Hombre así, en mayúsculas.
La tensión de géneros es palpable y fundamental para entender la trama de» Top of the Lake«. Cuando llevas tres capítulos ya sabes que, aunque el centro de todo sea la búsqueda de la pequeña Tui, las cosas son mucho más complicadas: pronto el misterio deja de ser tal para que te centres en otras cosas de dentro y fuera de la historia: el duro pasado de Robin y cómo ha afectado a su incapacidad para mantener lazos sentimentales con ningún hombre «bueno» o «no peligroso», los problemas a lo Norman Bates de Mitcham con su madre, la crudeza de una sociedad castigada por la pobreza y las drogas que mira hacia el otro lado y relativiza acciones brutales contra sus mujeres y niños… Las imbricaciones sociales de «Top of the Lake» son incontables y el efecto devastador que provoca en el espectador a su final un daño difícil de reparar. Ver los siete capítulos de este excelente viaje por el lado oscuro de Nueva Zelanda es agotador pero reconfortante, porque al final no puedes evitar sentir que has visto algo único, con un tratamiento impecable y un argumento al que ni le sobra ni le falta una línea y que tiene toda la complejidad que, como espectadores, queramos darle y podemos exigirle a un producto televisivo de estas características.