Al final del séptimo capítulo de la primera temporada de «House of Cards«, Francis Underwood (político interpretado por Kevin Spacey) alecciona a su acólita Zoe Barnes (la periodista encarnada por Kate Mara) sobre la importancia de las mentiras en la sociedad en la que ambos han decidido moverse: ella ha atrapado una araña con una copa de vino y, a continuación, él coge esa copa con la araña dentro y le da la vuelta, dejando al animal atrapado desesperadamente en primer plano mientras él y ella hablan rodeando la cama en la que va a pasar lo que tiene que pasar. El discurso de Underwood (como todos los discursos de Underwood) es brillante y burbujeante de un significado fulminante: las mentiras pueden ser una cárcel o una escalera, todo depende de cómo las utilices. Y en «House of Cards» hay, evidentemente, estos dos tipos de personajes: los que viven encerrados y acosados por su propia red de mentiras y aquellos que las utilizan como una estructura envolvente para llevar a los demás a la situación que a ellos los conviene y, claro, para conducirlos directamente hasta la consecución de sus metas más egotistas.
En el lado de los primeros, los mentirosos vencedores, están evidententemente Underwood (político despechado en los primeros diez minutos del primer capítulo y que se pasa el resto de la primera temporada de la serie urdiendo un master plan que le ponga en las manos lo que le arrebatan en este espectacular arranque) y Barnes (periodista que no tarda en escapar de un medio a la antigua usanza para caer en un nuevo medio digital dinámico y con unas oficinas lo suficientemente grandes como para albergar sus ambiciones), pero también Claire Underwood (la mujer de Francis interpretada de forma sublime por Robin Wright, que se encuentra con la dura verdad: detrás de todo gran hombre hay una gran mujer, pero esa gran mujer a menudo tiene que sacrificar sus propias ambiciones -como directora de una ONG y como madre, en este caso- en pos de las de su marido). En el lado de los perdedores quedan todos aquellos que se van viendo apisotonados por el avance avasallador de los Underwood y Barnes en sus respectivas carreras: todo un conjunto de peleles que tardan un par de capítulos en verse descabezados y que tienen su máximo epítome en el congresista Peter Russo (Corey Stoll), quien desde el principio deja que sus propias pulsiones y mentiras sean utilizadas por Francis en un camino que sólo puede llevar a la desgracia.
Todos estos personajes se interrelacionan en «House of Cards» a través de una compleja y sublime estructura de sexo y poder. Como le dice (de nuevo) Francis a Zoe en otro momento de cama compartida: «Todo en esta vida está relacionado con el sexo… Menos el sexo, que está relacionado con el poder«. Ese es el corazón de una serie indudablemente shakespeariana en lo que tiene de intrigas y conspiraciones, de traiciones y sacrificio de los sentimientos en pos de ascender en la escalera social. Todo ello, además, expuesto con una claridad de formas que queda perfectamente definida en esos títulos de crédito de planos largos y estilizados: así transcurren los capítulos de «House of Cards«, con una elegancia innata que huye de la truculencia habitual de toda conspiranoia y de la vertiginosidad fácil que otras ficciones políticas utilizan para noquear al espectador. Por el contrario, esta serie opta por planos largos, explicativos y llenos de significado, normalmente entrelazados en lo narrativo y en lo visual (como, por ejemplo, en esos maravillosos planos en los que los Underwood comparten sus cigarros en la ventana de su casa). Una opción estética que se traslada a un guión que nunca opta por la opacidad y en el que su showrunner Beau Willimon consigue alargar todas las virtudes ya presentes en la adaptación que realizó para la película «Los Idus de Marzo» (George Clooney, 2011): concisión, claridad y estilización aplicadas al panorama político.
Es inevitable, sin embargo, que le lluevan a «House of Cards» las comparaciones. Para empezar, con la muy reciente «Boss«, pese a que mientras que la serie protagonizada por Kelsey Grammer vendría a ser la «Breaking Bad» de las series políticas (por lo que tiene de truculencia llevada al extremo del maniqueísmo… para bien y para mal), la de Willimon destaca precisamente por el control de su drama y por sortear la dulce tentación de llevar la oscuridad del mundo político hasta el extremo. La otra comparación inevitable le llega a «House of Cards» por la vía de «El Ala Oeste de la Casa Blanca«, aunque en este caso habrá que reconocer que Kevin Spacey y compañía juegan a la verosimilitud por encima de la necesidad extrema de Aaron Sorkin de resultar dinámico, buenrollista y elocuente (¿hasta decir basta?). Aun así, y más allá de las inevitable comparaciones, esta primera serie producida por Netflix consigue erigirse como la ficción política definitiva en las pantallas de los últimos años: una experiencia deliciosa y, a la vez, culpable. Como una buena sesión de prostitución de lujo donde no sabes si dejarte llevar por el placer de la carne, por el placer estético… o por el placer de saber que, si puedes pagar unos honorarios tan elevados, tienes que ser una persona con bastante poder.