Cuesta creer que Bryan Fuller se haya salido con la suya. Cuesta mucho creer que algo como «Hannibal» se haya emitido en una network usamericana, por mucho que sea en el supuestamente más adulto horario de las diez de la noche. Cuesta imaginar que se haya emitido en abierto, con sus anuncios, sus banners y sus «no te pierdas a continuación la gala de nominaciones de Survivor«. Cuesta tanto que, si no vieras en la esquinita el dichoso logo de la NBC, no te lo creerías. Pero así es: una serie que habría costado de asimilar incluso en una AMC pero que ha conseguido sobrevivir en estas circunstancias ¡e incluso renovar in extremis por una segunda temporada! Sí, es casi un milagro.
Porque «Hannibal» es de todo menos una serie a la que engancharse por casualidad cuando la pillas haciendo zapping. Es densa, oscura, compleja, hiperviolenta, con un ritmo bastante peculiar y, sí, abiertamente pretenciosa. De hecho, es precisamente cuando intenta hacer alguna concesión a la televisión digamos más convencional cuando se la pega (por ejemplo, en alguna trama episódica no demasiado bien integrada o con los odiosos personajes de los forenses y sus diálogos, dignos del procedimental más vulgar). Lo que se le da bien son los renglones torcidos y los caminos tortuosos, todo lo que parecía indicar (y de hecho así es) que su lugar natural era el cable. Los casos, la trama policial, aquí importan más bien poco: de lo que se trata es de un viaje a los infiernos, a la locura, del que el espectador va a acabar saliendo tan jodido como los personajes.
Es obvio decir que «Hannibal» entra por los ojos: sólo necesitáis ver cinco minutos para comprobar que es la serie de network más cuidada desde «The Good Wife«: su preciosista fotografía y su factura impecable son probablemente lo que capta tu atención, pero son sus resultados (esa sorprendente e insana capacidad para crear belleza a partir de atroces escenas de crímenes) lo que hace que te quedes. La creación de una atmósfera enfermiza y de pesadilla era esencial para el relato (sin ella todo se vendría abajo) y, consciente de ello, Fuller pone toda la carne en el asador. Y triunfa. Como Will Graham, llega un momento en que uno no sabe qué es verdad y qué es mentira; y, como la mayoría de los personajes, la exposición a esta cadena de horrores acaba por arrastrarle a una espiral de consecuencias imprevisibles.
Es, claro, una serie de excesos: no había otra forma de hacerla, y quedarse a medias habría supuesto su muerte. Eso no le permite hacer muchos amigos: «Hannibal» es efectivamente muy seria, muy solemne y muy intensa. Todo el rato. No hay descanso, no hay rincón para la humanidad ni la esperanza y, desde luego, ninguno de sus personajes hace un solo chiste en 13 capítulos. Este descenso a la locura tampoco da tregua en lo formal: la fotografía es permanentemente oscura, la omnipresente música es cada vez más angustiosa. Pero ya digo: era la única manera y, desde luego, si algo es «Hannibal» es una serie valiente. Por atreverse a jugar con nuestras expectativas, por el tono, el ritmo y la perspectiva que escoge, por la manera tan inteligente de la que se ha atrevido a afrontar un material tan complicado como la ya archiconocida «El Dragón Rojo» de Thomas Harris. Todos teníamos en la cabeza al Lecter de Anthony Hopkins (más que es eso: es un icono de nuestro tiempo) y Fuller ha tenido las narices de darle la vuelta, planteando a través del magnífico Mads Mikkelsen un Lecter radicalmente distinto e igualmente fascinante.
Que una serie tome un camino tan fabulosamente suicida es ya de por sí digno de aplauso, pero que lo que consiga con ello sea de tan alto nivel, mucho más. El violín humano, el tótem en la playa o cualquiera de las cenas que sirve Lecter se quedan grabados en la memoria de cualquiera que se atreva a lanzarse a este diabólico juego de psiquiatras encadenados. Contra todo pronóstico, uno de los mejores estrenos de la temporada.