La línea que separa la estupidez de la genialidad y un subproducto televisivo de un programa de culto es tan fina como el hilillo de un Támpax. Un pensamiento recurrente que, de nuevo, no hemos tenido más remedio que tragarnos por culpa del reality de «Alaska y Mario«: un sleeper para modernas trasnochadas y recién caídas de un guindo que se ha convertido en el nuevo mito pop audiovisual patrio.
Nuestra tele, tan triste y tan dada a las series de ficción barata con las miras puestas en ése Hollywood que se escribe con jota y acaba con acento en la o, tuvo un resquicio de diversión post-moderna con la aparición de «Sálvame» y su concepto definitivo de patio de porteras televisado. Como todo en nuestro país, y sobre todo cuando se refiere a cierta realidad -pretendemos que paralela, pero con la que nos encontramos en nuestras propias reuniones familiares de vez en cuando-, la cosa ha acabado degenerando en un espectáculo vergonzoso que no se molesta ni en repetir los patrones que la hicieron divertida en su día. «Sálvame«, como «Crónicas Marcianas» y antes «Aquí hay Tomate«, es ese programa que puede estar ahí y alargar su propia mierda hasta que a alguien se le ocurra cambiarla por otra. De unos meses a esta parte, los teléfagos, huérfanos de formato con el que acompañar nuestras veladas de resaca y siestas alargadas, teníamos que conformar nuestras ansias catódicasa con realities ajenos y foráneos, con Gordon Ramsay como tótem culinario y ubicuo: malrollero, gritón, broncas, carismático y british hasta la médula… Hasta ahora. Porque MTV anunciaba a bombo y platillo el estreno del que vendría a ser el reality definitivo, el que seguiría las peripecias de Alaska y Mario Vaquerizo en su interminable camino hacia el juzgado (para casarse) y otros menesteres. Una adaptación de «The Osbournes» trasladada a la Gran Vía y con mucha pluma (literal y figurada).
Mi generación, más o menos descreída y que ya sobrepasa en muchos casos la treintena, ha tenido la suerte de crecer con un personaje como Alaska. Nos quitábamos las legañas con «La Bola de Cristal«; nos emborrachamos por primera vez a ritmo de «Bailando«; vivimos el primer outing de nuestras vidas (propio o ajeno) con «A Quién le Importa«; pasamos nuestra época gotichunga con «Quiero ser Santa» y nos sentimos mayores cuando, ya consolidada como Fangoria junto a Nacho Canut, nos invitaba a ser «Electricistas» y nos regalaba el mejor disco de su carrera. Después la cosa ha ido desmejorando («Del Vodevil a la Astracanada«, dicen…), al principio lentamente y en los últimos años a pasos agigantados. Hasta el punto de que, quien más y quien menos, ya le había perdido la pista mientras ella, Alaska Alaska (te he escrito una canción), ese ser multidisciplinar que lo mismo te hacía de jurado en «Lluvia de Estrellas» que te hablaba de lo humano y lo divino junto a Sánchez Dragó y que ahora mismo te pone al día en el programa de Jiménez Losantos o en Libertad Digital, se enredaba en una cosa y otra, además de ser ídola pop, diva gay y deconstructora permanente de la Movida en sus ratos libres. De agitadora de la Transición tardía a llenar estadios hasta la bandera revisitando sus grandes éxitos en versión chunda chunda. Alaska, esa máquina de márketing. Y junto a ella, Mario Vaquerizo. Un personaje que, por lo general, caía mal. Por oportunista, por vacuo, por petardo y por persistente. No lo digo yo, lo decían en «Muchachada Nui«. Alaska y Mario: la diva y la rémora. Y eso era así.
Y era así hasta que su reality aterrizó en nuestra banda ancha. Si bien es cierto que el programa se emite semanalmente todos los miércoles desde el pasado 11 de mayo, «Alaska y Mario«, como todo buen producto audiovisual de nuestro tiempo, ha crecido lentamente gracias a la opción de verlo en diferido y en diferentes condiciones. El fenómeno se implantaba y, teniendo un formato la mar de normal -en cada capítulo se sigue el día a día de los protagonistas prescindiendo de entrevistas o enlaces, con la máxima pretensión de espontaneidad, guionizado al máximo pero “sin que se note”-, el reality se convertía en escasos días en un fenómeno total de la red. Por muchos motivos. Principalment,e porque Alaska y Mario son como nuestros Brangelina pero en versión glam y sin rebaños de niños: son dos personajes sobrexpuestos que, si bien siempre han sido bastante celosos de su intimidad más cerrada -mucha gente se pregunta todavía el íntringulis real de semejante relación, que ellos venden como simbiosis pero que muchos tildan de parasitismo-, han sabido administrar a la perfección su imagen pública. La gente los percibe como ellos han querido que lo hagan: superficiales y vulgares.
Dejarse acompañar por una cámara durante las horas de su día a día en un periodo determinado de tiempo, sin embargo, ha supuesto una vuelta de tuerca inesperada. Y mientras el núcleo del reality son los devaneos de los preparativos de la boda, el programa en sí nos ha desvelado a un auténtico monstruo de la Era Pop, un personaje que dormitaba ahogado en su propia (y mal construida) imagen y que gracias a «Alaska y Mario» no sólo se ha reconciliado con ése gran público al que siempre ha querido llegar, sino que se come con patatas (y cerveza) a la gran diva que tiene al lado. Porque, aquí, Alaska ya no es Alaska nevermore: Alaska es Olvi. Y el protagonista indudable es Mario. La Vaqueriza. Ese ser incapaz de estar más de tres planos sin sostener una cerveza; ese hombre que tú ves ahí, que se gasta veinte mil euros en dos chupas Balmain (“porque las modernas aburridas se meten con la suya y le dicen que a ver si la lava porque la lleva a todas partes y parece sucia”) y que le debe dinero a Alaska hasta su décima reencarnación.
Porque Olvi y Mario hacen las cuenta a medias, cada cual con sus portátil. Y eso que ellos de las nuevas tecnologías nada, que no tienen Skype ni nada de éso y de hacer las entrevista por Internet ni hablar. Se gastan una media de 800 euros en gastos mensuales, van al cirujano juntos y viven en una habitación de cien metros del Barrio Rojo: rodeados de rosa y animal print (aunque Mario reivindica llamarlo “estampao de leopardo de toda la vida”), en un asfixiante horror vacui que los induce a colgar impulsivamente infinidad de cuadros en sus paredes y no dejar libre ni un centímetro de la arquitectura. Leen el Cuore cuando se levantan y tienen una foto de Belén Esteban con Andreíta que les regaló (milenios ha) la de San Blás porque Mario le dijo que, siempre que veía a su niña en la tele, la veía con un tomate en la cara. Sus botellones y reuniones de amigos de viernes noche incluyen a Carmen Lomana, que se presenta con actitud carca un poco revenía, y a Fabio McNamara, que les regaló el Decálogo Chochoni. Mario es adicto a la cerveza pero nunca tiene resaca y la Olvi es incapaz de seguir una dieta. Discuten por el tipo de boda que quieren, pero están de acuerdo en que no quieren tener hijos. Total para qué, si como dice la Olvi, ya tienen a las Nancys Rubias.
Esto y más es «Alaska y Mario«. Tan natural como el amoníaco, pero cargado de momentos y personajes míticos: el dentista de Mario; América, la entrañable madre de Alaska aficionada al póker; las Nancys que creen que lo que ha pasado en Japón les ha pasado por ser demasiado avanzados; la familia de Mario, tan entrañable y…”normal”. En definitiva, un fresco improvisado de la realidad pop de la capital de nuestro país. Es castiza, excesiva, kitsch e impostada, pero en ella disfrutamos de dos personajes tan manidos y a la vez desconocidos que se presentan sin miedo en su último salto mortal hacia la celebridad definitiva. Por un lado están Alaska y Vaquerizo: las toneladas de maquillaje, las planchas del pelo (que alguien le pague a él un tratamiento de keratina, por favor), las poses, los photocalls, los morritos y las noches y los conciertos eternos. Y, por el otro, la Olvi y Mario: levantarse sin cejas y sin base ni eyeliner, plantarse las gafas y sentarse en el suelo a reunir facturas y tickets de caja; la vuelta en el coche del padre después de una comida familiar y un beso dulce en la frente mientras el otro cierra tiernamente los ojos. Olvi y Mario comparten muchas miradas de esas que estremece ver y, al margen del vodevil y la astracanada, por fin vemos tal cual lo mucho que realmente se quieren. Seguro que esta pareja nunca esperaría que se dijera algo así de ellos, pero por fin les vemos como nunca lo habíamos hecho, como siempre habían querido: naturales como la vida misma.
Palabra de Mario.
[Estela Cebrián]