10. «Take Shelter», Jeff Nichols. A caballo entre el terror psicológico y una película de aires “terrencemalicknescos”, con escenas de cielo tormentoso, vuelo caótico y desorientado de los pájaros, lluvia en los campos y otras escenas cotidianas del día a día de una familia trabajadora en Ohio, Nichols retrata la ira y la angustia que generan señales que son malinterpretadas por los otros y por uno mismo. Enlazando con la introducción sobre el Apocalipsis se nos plantea la pregunta de cómo encauzamos la ira, el miedo y la tendencia hacia la autodestrucción de nuestra civilización: ¿qué lectura hacer de todos los datos catastrofistas, las noticias de guerra, caos, destrucción, etc.? ¿Cómo interpretarlos? ¿Es la poética de la humanidad? ¿Las civilizaciones tienen sus ciclos? ¿O todo va a pegar un pepinazo que aquí paz y después gloria? Y, si lo decimos en voz alta, ¿es que somos unos paranoicos y estamos overreacting un poquín? Curtis interpreta estas señales (sus sueños de la mortífera tormenta que acabará con todo) como locura que le llevará a la enconada oscuridad de su refugio, donde quizás, allí, bajo tierra, no se vea atacado por sus pesadillas. Así nos preguntamos, en una de las secuencias más angustiosas de la película, si saldrá a la luz, si emergerá de su encierro… “Take Shelter” nos plantea muchas preguntas en uno de los finales que me temo será de los más discutidos de la temporada. Pero hasta aquí puedo leer. [leer más]
9. «The Deep Blue Sea», Terence Davies. “The Deep Blue Sea”, basado en la obra teatral de Terence Rattigan y con un precedente cinematográfico con Vivien Leigh bastante alejado del actual, no es un melodrama al uso. El melodrama de Davies se diluye en sus formas, pero su geografía nos recuerda irrevocablemente a grandes filmes como “Breve Encuentro” de David Lean. Bien sabe el realizador que una de las piezas claves del melodrama es hacer participar al espectador de los deseos desatados y dramáticos de una verdadera heroína, y es en Rachel Weisz, esa mujer de belleza y formas clásicas, donde encontramos a nuestra “drama queen”. Rachel es la adúltera Hester, una moderna Emma Bovary que se tira la manta a la cabeza y abandona todo por unamour fou, por la belleza y la pasión del nuevo y joven amor, un amor forjado entre el humo y los vapores del pub inglés, entre las canciones cantadas a coro, las húmedas callejuelas de Londres y su espesa niebla. Un amor bohemio, de alcoba y arrebato. Rachel es una persona que ama demasiado y que se verá castigada y desplazada por ello, sin rumbo y en el lodo. Vamos, “between the devil and the deep blue sea” (que en castellano vendría a traducirse como “entre la espada y la pared“). [leer más]
8. «La invención de Hugo», Martin Scorsese. De todos es bien conocida la relación de Martin Scorsese con la fundación sin ánimo de lucro The Film Fundation, dedicada a perseverar en la conservación del celuloide. “La Invención de Hugo” no es sólo un canto de amor al cine, sino también un toque de atención para preservarlo y protegerlo del paso del tiempo y, sobre todo, del olvido. Hugo es, de hecho, un cinéfilo en potencia, un voyeur que, escondido tras las manecillas, observa las idas y venidas de los pasajeros en la estación, además de ser un enamorado de los mecanismos: los autómatas (tan Hofmannsthalianos, tan “Metropolis“), los relojes y, por supuesto, el cine, que no deja de ser otro mecanismo. Scorsese, que hace un breve cameo fotografiando a Méliès en su estudio, ha creado una obra vitalista y deliciosa (a partir de la novela gráfica de Brian Selznick), que todo niño y no tan niño debería ver para comprender y amar el cine. Si yo tuviera hijos, les llevaría sin dudar a ver “La Invención de Hugo” con la esperanza de que ellos también sintieran amor algún día por este mecanismo “sin futuro”. [leer más]
7. «L’Apollonide. Casa de Tolerancia», Bertrand Bonello. Resulta demasiado tentador afirmar que “L’Apollonide. Casa de Tolerancia” va de algo… Porque la verdad es que no va de nada. Esa es la principal belleza de este film que se muestra impermeable (y casi intolerable) hacia las pesadas gotas de la narración clásica, de la abstracción visual e incluso de la metaforización conceptual. Lo que no quiere decir que la película de Bertrand Bonello sea uno de esos films de antinarratividad prototípicamente asiática en los que no ocurre absolutamente nada y que se enredan dulcemente en explorar el tiempo como si de un espacio vacío se tratara… Aunque “L’Apollonide” realmente “no vaya de nada“, sería faltar a la verdad afirmar que en ella “no ocurre nada“: es este un film en el que ocurren cosas desde su espectacular escena de apertura, cuando una de las protagonistas le narra un sueño a un cliente que acabará desfigurándola brutalmente. Pero es precisamente en esta escena (en la que el verdadero poder está en lo que se sueña mientras que lo que ocurre no se llega a mostrar directamente: la ensoñación por encima de la acción) donde se establecen las bases sobre las que se erigirá esta film que, a grosso modo, podría describirse como un sublime retrato de la vida de unas prostitutas de alto copete durante el cambio del siglo XIX al siglo XX. [leer más]
6. «Moonrise Kingdom», Wes Anderson. “Moonrise Kingdom” no muestra en ningún momento pretensión alguna de ser nada más ni nada menos que una entretenidísima epopeya pre-adolescente dividida en dos partes pluscuamperfectas (la primera dedidaca al romance, la segunda totalmente entregada a la aventura) y pensada para el uso y disfrute de los que han superado la treintena. Y es que si había quien empezaba a cansarse de la apología weird del director y sus personajes adultos empeñados en actuar como críos, en esta ocasión resulta mucho más verosímil y coherente un film en el que la principal peculiaridad de los niños es que actúan bajo unos códigos recalcitrantemente adultos… Como todos los niños, al fin y al cabo. Sólo que llevado un poco más al límite. De hecho, todavía hay más: si había quien empezaba a cansarse de sus tramas ramplonas demasiado tendentes al fuego de artificio estético y al retruécano argumental, en este caso hay que reconocer que la transparencia de esqueleto narrativo queda justificada por su vocación de cuento, mientras que los fuegos de artificio se engarzan de forma más natural en un realismo mágico siempre menos bochornoso cuando se sitúa en el mundo infantil. [leer más]