Cuando cerramos uno de los años más difíciles para la cultura en nuestro país clausuramos también, paradójicamente, uno preñado de estrenos estimulantes que indican que el cine actual vive en una permanente huída hacia delante. Viendo los increíbles estrenos que hemos podido disfrutar en nuestras pantallas en los últimos 365 días, cualquiera diría que hemos vivido uno de los años más desastrosos ever. Pero, claro, la necesidad agudiza el ingenio; y pasarlas putas también. Y en los últimos doce meses hemos podido disfrutar de maravillas cinéfilas que han conseguido algo casi inaudito en las listas de este año: que los participantes coincidieran en las que debían confirmar el podio: tanto el número 1 como el número 2 estaban cantadísimos. A partir de ahí, se van sucediendo una serie de títulos que, si algo dejan claro, es que lo que habitualmente llamamos «cine de autor» está que se sale y que este cada vez es menos «de autor» para ser «de espectador». Es decir, que la accesibilidad está en los ojos del que mira y que, al final, todo depende de las ganas que tiene uno de que le sorprendan. En esta lista hay (mucho) cine francés, se cuelan thrillers sesudos, hay alguna que otra fábula raruna, películas polémicas que dividen a amigos y familias y sobresale un título español que destaca por encima de cualquier otra producción patria -que este año fue de lo más flojeras-.
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20. «Cesar debe morir», Paolo y Vittorio Taviani. Conviene ir a ver “César Debe Morir” mínimamente informado, no porque la obra exija un esfuerzo de documentación previa por parte del espectador, sino porque este probablemente la va a saborear mucho mejor conociendo las circunstancias de su gestación. El film habla de un taller teatral en el que participan los presos del ala de máxima seguridad de la cárcel romana de Rebibbia y que, en esta ocasión, afronta la representación de “Julio César“. Ocurre que la cárcel existe en realidad (y también este taller) y que a quienes vemos en pantalla son algunos de los reclusos del centro, casi todos miembros de la Mafia, la Camorra y la «Ndragheta» y con larguísimas condenas por delante, en ocasiones incluso de cadena perpetua. Sin acabar de poner los dos pies ni en la ficción ni en el documental, los Taviani optan por una propuesta arriesgada, sí, radical, también, pero absolutamente coherente y alejada de cualquier intención de lucimiento gratuito. [leer más]
19. «Un amour de Jeunesse», Mia Hansen-Løve. ¿Os acordáis de vuestro amor de juventud? ¿Ese que os dejó huella y que marcó de alguna manera las posteriores relaciones y vuestra concepción del amor? ¿El / la que os descubrió nuevos sentimientos? ¿El amor quinceañero que creíais para siempre y que os dejó para irse de Erasmus, o que se enrolló con vuestra mejor amiga y del que, aún así, no podéis evitar tener un buen recuerdo? Pues a Mia Hansen Løve le sale de rechupete plasmar este tipo de amour fou adolescente, ese amor de formación que es el pilar base de la educación sentimental de toda chica. Tan natural, fresca y delicada que dan escalofríos al verla. Tan cercana y tan íntima que todo apunta a que a Hansen Løve, actual mujer de Olivier Assayas (otro grande del cine francés actual), vivió ella misma una relación similar, de ahí que la historia tenga esa visión femenina sin ser llegar a ser cursi, ni moralizante ni sentimentaloide. Una narración auténtica y sincera. ¿Es posible este tipo de amor romántico en pleno S.XXI? Camille (Lola Cretón) sufre la perdida de su noviete Sullivan (Sebastian Urzendowsky) y amenaza con tirarse al Sena, con morir de amor y pena (y eso que dicen que de amor ya no se muere) como una heroína decimonónica. Pero Camille lo supera, crece, madura y vive otros amores, por mucho que la inocencia y la pureza, la joya única de su amor por Sullivan representado en ese verano sin padres en la campiña francesa, formen parte de ella misma como su brazo o su hígado. Y, aunque beba de la misma agua y se vuelva a enamorar, aunque se bañe en el mismo río (maravillosa esa canción final de Johnny Flynn), todos sabemos que nunca volverá a ser el mismo.
18. «Ruby Sparks», Jonathan Deyton y Valerie Faris. Un joven escritor (el inclasificable Paul Dano) con ciertos problemas de bloqueo se enamora de la protagonista de la novela que está escribiendo (Zoe Kazan) para darse cuenta después de que la chica ha cobrado vida misteriosamente. Tras esta premisa argumental que de entrada resulta, si no completamente original, sí al menos llamativa, los directores de “Little Miss Sunshine”, la pareja Jonathan Dayton y Valerie Faris, nos traen un film que tras su apariencia menor es una de esas discretas joyas que el espectador más receptivo va a guardar en su memoria como oro en paño y bajo llave. A pesar de su apariencia de comedia simpática y a priori ligera, la historia se va enrareciendo hasta despojar finalmente todo el ruido y toda la epidermis emocional que protege y enmascara una relación imperfecta (y sé que con “relación” e “imperfecta” estoy siendo redundante; ustedes sabrán disculparme). De hecho, su parte final conmueve hasta la lágrima, y yo les juro que no soy de fácil llorar (excusatio non petita, acusatio manifesta). Los referentes más cercanos -amén de la más evidente “Stranger Than Fiction”– podrían ser “Eternal Sunshine of the Spotless Mind” (aunque carece de la abigarrada poesía de la obra maestra de Gondry) y “(500) Days of Summer”. Y seguramente Kazan (guionista además de protagonista) tenía en mente a Woody Allen o a Charlie Kaufman cuando escribía la historia. En todo caso, más allá de eventuales influencias, se trata de una película absolutamente disfrutable y quizás destinada a convertirse en futuro objeto de culto para una parte de la audiencia, como empiezan a serlo la mencionada ópera prima de Marc Webb o “Adventureland”.
17. «Los Idus de marzo», George Clooney. “Los Idus de Marzo“ no sólo remiten al mejor Clooney (y lo supera), sino que también consigue que la elegancia estilizada del cine político anterior a los 70 parezca algo naturalmente compatible con aquel ritmo implacable y aquella ambientación preeminentemente pesimista que se impuso con la generación de directores que, en esa misma década, asaltaron la gran pantalla desde el tubo catódico. Es este el film que, en el supuesto de que decidieran abordar la actualidad política, hubiera dirigido el último Robert Altman si no se hubiera dejado llevar por el lícito impulso de sentirse joven o unClint Eastwood dispuesto a dirigir un film siguiendo la estricta dieta de la alcahofa. Es decir: depurando el esqueleto del film al máximo, sin florituras, sin ningún elemento que sobre ni ninguno que falte. Y es que este es el principal logro del film de Clooney: “Los Idus de Marzo” es un artefacto simplísimo formado por una cantidad insultantemente baja de piezas. Pero es un artefacto en el que cada pieza juega el papel que tiene que jugar con una precisión letal e inaudita en estos tiempos que corren en los que Hollywood siempre parece dispuesto a engordar el pavo de sus producciones. [leer más]
16. «Blancanieves», Pablo Berger. El director de “Torremolinos 73” reinventa la historia de la pobre huérfana puteada por su malvada madrastra situándola en la Sevilla de los años 20 y sumergiéndose a fondo es ese universo, hasta darle a la película un toque rancio y cañí que se mueve con habilidad entre lo nostálgico y lo cínico, entre la recreación reverente y el cachondeíto sano desde una perspectiva contemporánea. Y es precisamente ese equilibrio en el tono el gran acierto de “Blancanieves“: el ingrediente secreto que consigue convertir en disfrutable lo que podía haber sido una mezcla bastante indigesta. La película es al mismo tiempo inocente y resabiada, vitalista y amarga, desprejuiciada y cruel, y esa permanente (y quizá solo aparente) contradicción en la que se mueve le sienta como un guante a ese país de pandereta, pobreza, picaresca y mala hostia que quiere describir. [leer más]