No hay espacio para la duda: «Red Dead Redemption II» ya es el mejor juego de la historia precisamente porque no lo juegas… sino que más bien lo vives.
Mucho se está diciendo en los últimos meses que «Red Dead Redemption II» es el mejor juego de la historia… Y, claro, absurdo sería llevar la contraria a ese sentir general porque, más que probablemente, así sea. El nuevo juego de Rockstar se lanzó el 26 de octubre del pasado 2018, y han bastado y sobrado dos meses para que el título pongo sobre la mesa todo un conjunto de propuestas novedosas y ambiciosas que han convencido a absolutamente todo el mundo. No escucharás ni una voz disidente. Y eso ocurre muy poquitas veces en el mundo de los videojuegos.
Pero es que nos encontramos ante un caso realmente especial. De hecho, si por algo está destacando Rockstar en la última década, es precisamente por mimar todos sus juegos hasta el extremo. Habrá quien piense que, tras dar con la gallina de los huevos de oro en «GTA Online«, este estudio se durmió en los laureles y por eso mismo todavía no hay noticias de «GTA VI«. Por eso también habría tardado tanto en ver la luz «Red Dead Redemption II»… Ahora bien, bastan tres minutos de juego en este título para darse cuenta de que los intervalos de tiempo cada vez más espaciados entre los juegos de Rockstar no nacen de ningún tipo de vagancia, sino de todo lo contrario: de un perfeccionismo extremo a la hora de pulir cada nuevo videojuego que surge de las entrañas de este estudio. Un perfeccionismo que, obviamente, lleva su tiempo. Sus meses. Incluso sus años.
Y un perfeccionismo que, en el caso de «Red Dead Redemption II» se percibe en cada instante de juego. Se percibe desde la magnánima primera secuencia, con todos esos cowboys abriéndose paso a través de un inhóspito paraje nevado que recuerda poderosamente a «Los Odiosos Ocho» de Quentin Tarantino (las referencias cinematográficas, de hecho, se sucederán unas a otras y tan pronto estaremos percibiendo ecos de «Grupo Salvaje» como viviendo un asalto nocturno a un tren muy en la línea de «El Asesinato de Jesse James por el Cobarde Robert Ford«). Se percibe en la forma en la que el jugador se va introduciendo en el propio juego, poquito a poco, de forma progresiva pero cada vez más profundamente inmersiva.
Cuando te das cuentas, ya no estás jugando a «Red Dead Redemption II«, sino que más bien estás viviendo «Red Dead Redemption II«. No manejas a Arthur Morgan, sino que eres Arthur Morgan y tu existencia es una huida continua pero reposada de la ley, de atraco en atraco, de emboscada en emboscada, de campamento en campamento. De repente, tu propia personalidad ha quedado totalmente aparcada y todas las decisiones que tomas son las que tomaría un forajido que vive al margen de la ley y que haría cualquier cosa por proteger a los suyos, a su banda.
«Red Dead Redemption II» se abre con Arthur y sus compañeros atrapados en un invierno infernal que les sirve a su vez de cobertura perfecta para una huida particularmente problemática tras un golpe que salió por peteneras. En medio de la nieve, con todo ocurriendo a tu alrededor en una especie de cámara lenta impuesta por la naturaleza, es el mejor lugar para aprender las dinámicas básicas del juego. Y da las gracias por este respiro reposado, porque en cuanto las nieves empiecen a derretirse y tu banda vuelva al Wild West para buscar un nuevo campamento base, no vas a tener ni un segundo de descanso.
Cada capítulo del juego coincide con la estancia de la banda en un campamento base establecido en un punto diferente del gigantesco mapeado de «Red Dead Redemption II«. Cada nuevo traslado (cada nueva huida) servirá para explorar y descubrir nuevas zonas del mapa del juego, con sus granjas y sus ciudades y sus lugares de interés. También con sus paisajes. Y una cosa puedes tener por seguro: nunca has visto en un videojuego unos paisajes tan excelsos como los de «Red Dead Redemption II«.
Al fin y al cabo, estos paisajes es lo que convierten a este juego en algo único en su especie e inexistente en el mundo de los videojuegos. Como Arthur Morgan, estarás continuamente mirando al horizonte: las distancias que impone un mapa tan sobredimensiando (y que, no nos engañemos, son las distancias que habían de cubrirse en el año 1899 en el que se ambienta el título) implican que te guíes por la granja que ves en el horizonte en vez de buscarla en el mapa de la esquina inferior izquierda. También implican que, cada dos por tres, te detengas en lo alto de una colina o en la orilla de un lago o en un cañón desértico o en un bosque frondoso para sacara tu cámara e inmortalizar ese paisaje que ha conseguido cortarte la respiración. (¡Sí! ¡Arthur Morgan es un fotógrafo amateur! ¡Y sus fotos quedan de puta madre cuando las compartes en tus redes sociales!)
Y lo mejor de todo: estos paisajes no solo son magníficos cuando los contemplas desde lejos, sino que son más preciosos todavía cuando te das cuenta de que están vivos en las distancias más cortas. Pequeños animales escaparán entre la maleza cuando te acerques con tu caballo, la luz se filtrará entre las copas de los árboles y llenarán el bosque de un glow sobrenatural, una rama rota caída en medio del camino te recordará que estás en un entorno vivo que va cambiando y evolucionando a medida que tú mismo vas cambiando y evolucionando. Buena prueba de ello, por ejemplo, es observar cómo cada uno de los pueblos que visitas tienen casas en construcción que se van completando a medida que avanzas en el juego.
«Red Dead Redemption II» está lleno de detalles minúsculos y orgánicos que consiguen que tu experiencia de juego sea única e incomparable con la del resto de jugadores. Puede que tú te fijes en unas cosas que te lleven a jugar de una forma concreta y a completar las misiones abordándolas siguiendo una estrategia determinada, pero otro jugador seguro que tiene enfoques distintos y su experiencia de juego acaba siendo totalmente diferente a la tuya. El concepto «mundo abierto», al que hace ya tantos años que le damos vueltas, por fin es abierto del todo. Se siente libre y desafiante y estimulante y elocuente. Todo a la vez.
Gran culpa de esto lo tiene, evidentemente, la excepcional dinámica de juego de «Red Dead Redempion II«. Olvídate de esos «mundos abiertos» en los que nos sentimos marionetas que corren a un punto concreto del mapa porque allá nos espera un personaje que nos propone una misión de forma poco natural. En este caso, Arthur llegará a su campamento (o a una ciudad o a una granja) y a su alrededor habrán múltiples conversaciones en las que podrá participar, pero tendrá la sensación de que la vida continúa esté él presente o no. Y que, de hecho, cuando surge una misión, siempre surge en un contexto puramente orgánico y natural que te hace sentir, de nuevo, que esto no es un juego, sino que es ese «tranche de vie» tan verosímil con el que el cine lleva décadas obsesionado.
No hay, además, dos misiones iguales en «Red Dead Redemption II«. Esto significa que nunca tendrás la sensación de que le has pillado el tranquillo al juego y de que puedes abordar cada uno de sus tramos apoyándote en su previsibilidad. Y no estoy diciendo que este sea un juego cuya imprevisibilidad nazca del caos y la anarquía, algo bastante justificable retratando la época que retrata, sino que nace más bien de un mimo absoluto por parte de unos desarrolladores que han querido ofrecer una experiencia variada y con una profundidad de campo que asusta.
A lo largo del juego irás completando misiones, y la mayor parte de ellas incluyen asaltos y tiroteos y huidas de la ley. Pero lo que en «GTA V» fue apostar por una espactacularidad cinematográfica bigger than life, en «Red Dead Redemption II» es más bien añadir capas de sentido a una narrativa crepuscular en la que quieres quedarte a vivir. Como jugador, emplearás mucho tiempo en cabalgar de aquí para allá y en completar misiones, pero también hay muchas horas de contemplación pura y dura, de cazar bestias (para venderlas o para obtener mejoras tanto de tu equipamiento como del campamento de tu banda), de pescar, de probarte modelitos hasta dar con el que te apetece (y con el que tengas mejor sensación térmica dependiendo de la estación en la que te encuentres), de hacer fotos, de comprar, de abrazar y cepillar a tu caballo, de ir a la taberna a emborracharte (tu primera borrachera junto a Lenny, tan salida de madre, es francamente es-pec-ta-cu-lar), de mejorar tus armas en la armería del pueblo, de cortarte el pelo y ponerte guapo y, oye, incluso de ir a darte un baño acompañado de una buena copa de coñac y alargarte más tiempo del decente en frotarte por todo el cuerpo. Porque sí. Porque da gustirrinín. Y ese gustirrinín puedes sentirlo en tus propias carnes por mucho que esté ocurriendo en la pantalla.
Porque repito: lo impresionante de «Red Dead Redemption II» es que no se juega, sino que se vive. Y por eso resulta tan interesante que desde Rockstar hayan decidido apostar por un argumento que gira en torno al concepto de familia no tradicional. El argumento del juego encuadra a un grupo de personajes que pertenecen al pasado y, sabiéndolo, se resisten al futuro. Son forajidos que crecieron en el Salvaje Oeste, ese lugar sin ley en el que el código de conducta lo imponía cada ser humano, sin leyes externas o superiores que le cohibieran. Arthur y la banda de Dutch Van Der Lynde (esa especie de padre tanto para Morgan como para el resto de sus compañeros) ven cómo la civilización se va instalando en un Oeste que cada vez es menos salvaje y que cada vez cerca más y más su estilo de vida.
El argumento de «Red Dead Redemption II» es del un western crepuscular de librillo, pero lo cierto es que este género nunca había tenido un espacio narrativo tan amplio, de tanta duración, como para profundizar en ciertos temas. Y uno de esos temas, probablemente el más sublime de todos ellos, sea ese mismo, el de la familia no tradicional. Como grupo de outsiders expulsados del mainstream social, como hombres y mujeres que han decidido vivir en los márgenes porque el centro no les representa, es muy fácil sentirse identificado con la familia de Arthur Morgan. Es que incluso RuPaul, que siempre repite lo importante que es para los gays (tan acostumbrados a vivir en los márgenes) poder elegir su propia familia (es decir, su grupo del amigos que acaba siendo más familia que su propia familia), echaría alguna lagrimita jugando a «Red Dead Redemption II«.
Porque es que, contra todo pronóstico, este es un juego que consigue atacarte al corazón como ningún otro. Aquí estableces lazos reales con las personas, con tus pertenencias (¿quién no tiene su sombrero favorito?) e incluso con tu caballo. Y es probablemente por eso que rara vez te descubrirás con ganas de sembrar el caos y la destrucción a tu alrededor. Nada de coger un coche y arrollar a todo lo que tengas por delante. Eso queda para los «GTA«. «Red Dead Redemption II» va más bien de crear una red afectiva a tu alrededor mientras observas cómo la civilización engulle la belleza intrínseca al mundo sin colonizar. ¿Cuántos juegos conoces que consigan algo tan sorprendentemente reconfortante? [Más información en la web de «Red Dead Redemption II»]