[dropcap]¿[/dropcap]SIGLO 21? MEJOR SIGLO XXI, QUE SE ESCRIBE CON DOBLE XX. En pleno siglo XXI, los límites de la representación cinematográfica ya se habían llevado hasta el límite a través de otros tabús como la mencionada violencia audiovisual. El terreno estaba preparado, la tierra había sido regada y las semillas hacía tiempo que estaban esperando la llegada de la primavera. El marco circunstancial por fin era el idóneo… Y eso es algo que, desde que vivimos el cambio de siglo, muchos han aprovechado de formas muy diferentes: hay quien ha desarrollado su cinematografía sin despegarse nunca de la cuestión sexual, mientras que otros muchos han practicado la irreverencia como una escabechina breve pero matadora en esta guerra cada vez menos silenciosa.
En el primer grupo habría que contar a esos directores en los que la representación realista del sexo siempre es tratada con igual mimo en todas y cada una de sus películas. Está claro que autores como Larry Clark, Gregg Araki o Tsai Ming-liang no son orfebres del porno. Por no ser, no son ni practicantes de un erotismo que pueda considerarse como tal dentro de los parámetros anacrónicos que el género instauró en los años 90. Pero también es innegable que Clark expuso la sexualidad adolescente de forma rayana a lo incómodo pero con una naturalidad pasmosa en films como «Kids» (1995) o «Ken Park» (2002); que Ming-liang ha mostrado también una naturalidad sosegada en exploraciones sexuales sostenidas como la de «El Sabor de la Sandía» (2005) o en ráfagas cortantes como el encuentro en el bosque entre Mathieu Amalric y Lee Kang-sheng en «Visage» (2019); y que Gregg Araki ha llevado su afición por el sexo desde la visión descarnada de un trío en «Splendor «(1999) hasta la insensible psicodelia parafílica de «Kaboom» (2010), pasando por una versión con tantos pliegues como la de «Misterious Skin» (2004), donde lo crudo y lo tierno conviven de forma casi agresiva. De estos tres y de muchos más cabe esperar que, tarde o temprano, ofrezcan su particular do de pecho en la superación del tabú sexual que estamos viviendo desde el pasado año 2013.
Aun así, más allá de estos autores que han trabajado siempre en los terrenos laterales del gran cine, pasando tristemente desapercibidos en la mayor parte de casos, bien puede parecer que la forma más visible de abordar la representación real del sexo en el siglo XXI sea con un único golpe que destaque como esfuerzo aislado por encima de la filmografía del director. El primero en golpear sobre la mesa fue Patrice Chéreau con su inolvidable «Intimidad» (2002): no es difícil recordar cómo, de pronto, la gran comidilla en el mundo cinematográfico era cuestionar si el sexo plasmado por Chéreau era real o más bien un trabajo de actuación maravilloso. Esta comidilla acompañó a otros films posteriores como la sensacionalista «The Brown Bunny» (2003), donde nadie dudó ni un instante que Chloë Sevigny realmente estaba practicando una alegre felación sobre el miembro del director Vincent Gallo. Un año después, Michael Winterbottom llevaba las convenciones narrativas hasta un callejón sin salida cuando, con sus «9 Songs» (2004), prescindía de verbalizar cualquier tipo de argumento y proponía que este mismo fuera expresado por el acto sexual en las diferentes etapas del enamoramiento de una pareja.
A partir de aquí, sin embargo, lo que parecía que iba a ser la norma se convirtió en la excepción. Films posteriores como «Shortbus» (John Cameron Mitchell, 2006) o la más reciente «Shame» (Steve McQueen, 2011), sin dejar de ser excepcionales, no supieron situar a la misma altura la carga sexual de sus tramas y su representación realista. Esa revolución todavía estaba por llegar. Y, por una vez, la revolución no iba a ser televisada, pero sí exhibida en la pantalla grande.
[dropcap]S[/dropcap]EXO EN PRESENTE. Año 2013. Ese es el año en el que cuatro directores deciden que es el momento de mostrar las cosas de la forma más realista posible. Se forman, sin embargo, dos grupos bien diferenciados el uno del otro. Ulrich Seidl aborda el turismo sexual en su «Paraíso: Amor» de forma frontal, sin cortapisas: la escena en el que un grupo de turistas teutonas acosan a un pobre chico negro, vejándolo, obligándole a sostener una erección, a bailar de forma pseudo-sexual, podría resultar erótica si no acabara por agobiar al espectador, por empujarle impunemente hacia un incordiante sentimiento entre la vergüenza ajena y el malestar de raza (blanca). Por su parte, Lars Von Trier suelta al mundo una bestia de nombre «Nymphomaniac» que se vende como la cinta sexual definitiva pero que, al fin y al cabo, juega precisamente a alejar todo tipo de deseo sexual del espectador: sus supuestas escenas sexuales son incapaces de levantar cualquier tipo de excitación en todo espectador con dos dedos de frente. ¿Están jugando ambos autores a vaciar el acto sexual de todo tipo de excitación sexual? ¿Es esto un juego o un equivalente a lo que ha hecho la ciencia desde tiempos pretéritos (aislar el sujeto de estudio, desnudándolo de cualquier tipo de connotación emocional)? ¿Es una denuncia del nivel de insensibilidad del espectador exponiéndole a su propia falta de emoción? ¿Es una exposición clara de que el tabú está superado y el sexo nunca nos volverá a afectar igual que la violencia nunca nos volverá a afectar?
Sea como sea, en la esquina contraria del cuadrilátero se encuentran otras dos propuestas. En «La Vida de Adele«, Abdellatif Kechiche mantiene la cámara ante el acto sexual con la misma naturalidad y la misma frontalidad con la que la mantiene ante otros aspectos de la relación de pareja entre Adele y Emma. Si las conversaciones en las que se desarrolla el amor son filmadas de forma pausada, alargando el momentum, ¿por qué no debería ser grabado en iguales condiciones el acto sexual? Una aproximación similar, aunque lejos del amor y más cerca del sexo como deporte, es la de Alain Guiraudie en «El Desconocido del Lago«: los encuentros físicos entre diferentes hombres en los alrededores de un lago se muestran de forma plácida, apaciguada y, sobre todo, directa. Dentro o fuera de los límites del amor, tanto Kechiche como Guiraudie coinciden en plasmar el sexo de la forma más realista posible… aunque, al final, incluso este supuesto realismo acabe teniendo sus matices.
Aquí es donde los dos grupos se escinden: si hay algo que une a Von Trier y a Kechiche es que ambos se han esforzado con ahínco en demostrar que en sus películas lo «real» es el resultado de una representación, por mucho que los métodos para llegar hasta ese realismo sean unos nuevos métodos de manierismo simulativo. Supuestamente, el sexo explícito de «Nymphomaniac» es un montaje de las caras de los actores del film sobre cuerpos de actores porno, mientras que «La Vida de Adele» nos acostumbró a hablar de «vaginas protésicas». ¿Significa esto que no nos encontramos ante la superación de la representación, sino más bien ante un nuevo paradigma de esa misma simulación que siempre se ha esforzado en resultar lo más verosímil posible? ¿Hemos estado hablando durante todo el rato de un espejismo y no de la superación definitiva del tabú del sexo?
Con cuatro películas a nuestras espaldas (y una de ellas todavía pendiente de estreno en España: «El Desconocido del Lago» se estrenará en el Atlántida Film Fest y a continuación se exhibirá de forma oficial en nuestro país) y un único año de trabajo intensivo, es imposible cerrar ningún tipo de conclusión. Cada una de estas cuatro películas, además, una llega hasta el mismo punto central (una representación chocante del sexo), pero cada una desde un punto de vista diferente, todos alejados los unos de los otros. No hay una coherencia en la metodología, pero sí en las preocupaciones: el sexo es la siguiente frontera cinematográfica que tiene que ser alcanzada y superada. Y el año 2014 debería ser más determinante a este respecto de lo que ya ha sido el 2013. Ya saben ustedes: abróchense los cinturones… pero antes quítense la ropa. Que va a ser una época bastante calentorra.