¿Cómo puede ser que «El Viejo Rivers» sea una novela tan poderosamente actual? ¿Será porque todos somos un poco «mediocaministas»?
Mucho suele recurrirse desde la crítica literaria a ese lugar común que, al toparse con un libro no contemporáneo, se sorprende al respecto de lo actual que sigue resultando aquí y ahora. Un cliché algo absurdo que, por otra parte, obvia completamente el hecho de que si un libro, cualquier libro, ha sobrevivido al examen más duro de todos, el del tiempo, ha de ser básicamente porque en su interior ya contenía unas cargas de verdad lo suficientemente elocuentes como para ser perdurables en el tiempo.
Así que no voy a incurrir en ese molesto cliché, pero sí que voy a abrir este texto con una cita de «El Viejo Rivers» de Thomas Wolfe que habla por sí sola: «El viejo señor Rivers cogió el New York Times con un carraspeo de impaciencia. Había muy poco en aquellas relucientes columnas tan sobriamente alineadas que pudiera servirle de consuelo. Huelgas, huelgas, huelgas; piquetes y revueltas; filas de gente hambrienta y dieciséis millones de desempleados. ¡Maldita sea, adónde iremos a parar! Los bancos cerraban en todas partes, bancos que cerraban para siempre, bancos parcialmente reabiertos, miles de ahorradores que perdían sus ahorros, el presidente y sus consejeros le rogaban a la gente que mantuvieran la calma, la cordura, la fe, mientras los profetas del Apocalipsis vaticinaban la llegada de tiempos incluso peores. El colapso total. La revolución, tal vez. El comunismo. Ejércitos, armamentos y hombres desfilando, amenazas de guerra por doquier. El mundo entero era un solo rugido de pasión, odio y desatino«.
Lo mejor de todo es que «El Viejo Rivers» no pretende ser el retrato de una época (que, irremediablemente, siga perpetuándose como eco sobre las épocas que están por venir). Ni mucho menos. El libro de Wolfe es un camafeo en miniatura en el que queda inmortalizado un hombre en concreto, «El Viejo Rivers» del título, evidentemente. Curiosamente, resulta que «El Viejo Rivers» aquí retratado es la versión literaria de un personaje tan real como Robert Bridges, editor de la (en su momento) influyente Scribner’s Magazine cuya figura algo ridícula, pomposa, vanidosa y anacrónica queda aquí inmortalizada de una forma deliciosa a medio camino entre la sorna y el cariño. De hecho, si Rivers es Bridges (¿no es maravillosa la relación entre los apellidos del personaje real y su versión literaria), en el libro de Wolfe no resulta complicado identificar a otros escritores de la época que publicaron en Scribner’s, tal y como Dos Passos, Faulkner o Hemingway.
Pero repito: igual que «El Viejo Rivers» no es un retrato de una época, tampoco lo es de todos estos renombrados escritores. Es, simple y llanamente, el encapsulamiento de un tipo de personaje que, igual que el cliché que abre este texto, sigue completamente vivo. Y, de nuevo, podría explayarme a este respecto, pero la pluma de Wolfe es lo suficientemente certera como para no necesitar de la ayuda de mis explicaciones: «El señor Rivers había “alcanzado la meta”; había llegado a tierra firme y con ambos pies, había alcanzado la meta sustancial y materialmente, sin ayuda de otra facultad que su genuina capacidad para hacer amistades cordiales y leales, un admirable don para no decir nada y hacer que sus palabras sonaran profundas, un notable talento para ser lo que hiciera falta delante de cualquiera y de paso complacer a todo el mundo, con su aspecto distinguido, su aire de mandarín algo caprino (las damas preferían describirlo como un fauno), su pose imponente y excepcional… Todo un caballero, en suma«. ¿Quién no conoce a alguna «vieja gloria» a quien pueda aplicársele esta descripción?
¿No somos todos personajes a los que nos gusta chapotear en el charquito de nuestra propia vanidad aunque sepamos que es un charquito minúsculo que estamos haciendo parecer inmenso gracias a la furia de nuestros chapoteos?
De la misma forma que a todos les sonará el concepto de «mediocaminismo», la principal herramienta con la que Rivers consiguió no solo medrar socialmente, sino mantener su posición relevante: «La opinión del viejo Rivers sobre el cine, sobre la radio, los automóviles, la era de las máquinas, la política, el señor Roosevelt, el New Deal; en definitiva, su opinión acerca de cualquier cosa que pudiera entrar en el rango del interés general o de la pregunta de un reportero se adhería con firmeza a este talante del «Mediocaminismo». Si reprobaba algo, su desdén era de tal índole que no provocaba ningún agravio general. Si daba su aprobación, lo hacía de tal manera que todos estuvieran de acuerdo también. Había muy pocas cosas tan malas que no pudieran ser peores, y casi todo tenía su lado prometedor, su capacidad de mejora. Las semillas de la esperanza estaban en la desgracia; la promesa de la perfección, en el error«.
Wolfe juega a la parte por el todo y, a través de un día en la existencia de Rivers, consigue ofrecernos una visión fugaz al conjunto de su existencia. Y ahí es donde, por momentos, el autor se permite dejar de lado el cariño como motor del retrato e introducir múltiples puyas que van dirigidas como puñales afiladísimos hacia el anquilosamiento de su figura laboral, su moral retrógada o la forma clasista a través de la que se relaciona con el mundo, con un mundo que le debe un respeto y así lo recuerda constantemente el protagonista.
Donde «El Viejo Rivers» adquiere tintes verdaderamentes sublimes, sin embargo, es cuando se aleja de la sorna y del cariño y pone al personaje frente a un espejo que le enseñe el absurdo de su existencia: «A pesar de ello, el viejo se sentía triste y solitario cuando se levantaba cada mañana. ¿Por qué? El señor Rivers nunca se había caracterizado por mirar de frente los aspectos desagradables de la vida. Su naturaleza amable y condescendiente producía en él una tendencia instintiva a eludir los aspectos desagradables de la vida: a pasarlos por alto o bien dar un rodeo con el fin de evitarlos si era posible. Sin embargo, en los últimos años había veces en las que sentía con lóbrega tristeza que algo había salido terriblemente mal en su vida. Había veces en las que la duda y la congoja penetraban la tupida madriguera de su soberbia satisfacción personal; momentos en los que se preguntaba si la imponente fachada no era, al fin y al cabo, nada más que eso…«.
Son momentos fugaces y, de hecho, el punto y final del libro muestra cómo la clarísima visión que Rivers ve reflejada en el espejo desaparece tras unos instantes de reflexión sombría. Al fin y al cabo, y como en esos libros de autoayuda que te ofrecen las claves para que reconozcas a (por poner un ejemplo) ese jefe tóxico que te puede destrozar la vida, es inevitable verte a ti mismo reflejado en algunas de esas claves. ¿No preferimos todos ver (y proyectar hacia fuera en nuestras redes sociales) lo bueno en nuestras vidas? ¿No somos todos un poco «mediocaministas»? ¿No somos todos personajes a los que nos gusta chapotear en el charquito de nuestra propia vanidad aunque sepamos que es un charquito minúsculo que estamos haciendo parecer inmenso gracias a la furia de nuestros chapoteos? ¿No somos todos un poco «El Viejo Rivers«? [Más información en la web de la editorial Periférica]