Hanmouth es la localidad a la que todo el mundo le gustaría ir a parar cuando se jubile: está ubicada en un estuario en el condado de Devon, es tranquila y sus casas son bonitas fincas reformadas de inspiración holandesa. A la izquierda tienen el lago, a la derecha la autopista, y en ella no hay cabida para las grandes superficies ni el comercio masivo. Sus habitantes compran queso de importación en la tienda de Sam, los miércoles por la tarde van al club de lectura que Miranda acoge en su casa y sus calles están vigiladas por un montón de cámaras y secundadas por una patrulla vecinal que se encarga de que la sensación de seguridad en el pueblo sea permanente. En Hanmouth todos se conocen. Al menos, de vista. Y, cuando llegan nuevos vecinos, a los recién llegados les toca hacer una fiesta en su casa para que el vecindario les de su aprobación y les acoja. El censo de Hanmouth está formado por profesores universitarios, artistas, propietarios de tiendas delicatessen y ex militares: la perfección hecha localidad británica.
Pero la tranquilidad de Hanmouth se ve sacudida cuando desaparece una niña de ocho años que vive en unos pisos de protección oficial que, oficialmente, no forman parte de Hanmouth, pero que están ahí al lado. La otra realidad. Una no tan idílica en la que conviven padrastros con hijastros y en la que la gente, cuando llega al portal de su casa, mira de reojo a sus espaldas. Cuando la pequeña China se desvanece, la maquinaria mediática británica se pone en marcha y, con la excusa de «informar» sobre la desaparición de la niña, emprende una intensiva radiografía de los vecinos y allegados de la niña muy a lo Ana Rosa Quintana style, incluidos los ambiciosos padres de la cría que no dudan en sacar el máximo rendimiento económico al triste suceso para escándalo de los rectísimos vecinos de Hanmouth, quienes ven con el gesto torcido cómo su tranquilidad diaria se ve sacudida por su culpa y se lamentan de que Gran Bretaña sólo conozca el lado obrero (y feo) de su bella localidad.
Ojo que, pese a su arranque, «El Rey de los Tejones» – la penúltima novela de Philip Hensher, la primera publicada en nuestro país gracias a Libros del Asteroide– no es un thriller policíaco que persiga dar con el paradero de la niña desaparecida. Ni siquiera se permite el lujo de regodearse de forma morbosa en el oscuro entorno de la cría ni se toma la molestia de serpentear por posibles sospechosos. El objetivo no es que te preguntes dónde está la niña (al menos no durante todo el tiempo), porque esto no es una novela de misterio: es una novela que radiografía un foco concreto de la clase media de la sociedad británica. Y se sirve de la invasión de los medios para colarse de forma descaradísima en las casas y en las vidas de los vecinos de la localidad. Gente que no tiene más vicios ni más secretos que otra (unas orgías gays por aquí, un marido cuarentón casado y con una hija que vive los fines de semana para encontrarse con su amante masculino por allá, un hijo pródigo que se enamora de un chapero con las manos un poco largas, un vecino que quiere convertir la Patrulla Vecinal en su Gran Hermano particular… Lo normal, vaya) y que es expuesta al lector de la misma forma descarnada como lo son los padres de la niña desaparecida a la audiencia británica.
En «El Rey de los Tejones» no hay intención de crítica, ni moralina, simplemente una voluntad de poner de relieve lo diferente que es una comunidad vista desde la puerta que da al patio o desde dentro de sus propias viviendas y de cómo la vigilancia extrema puede volvernos a todos un poco locos. Lo hace yendo de unos personajes a otros, conformando un mosaico compacto. Los habitantes de Hanmouth juegan a las apariencias no más que cualquier habitante de bien de una localidad respetable, juegan a los odios manifiestos y a las alianzas secretas como lo hacemos cualquiera. Pero, cuando la puerta se cierra, cada cual lidia a su manera con esa hipoteca de una casa preciosísima que quizá no hacía tanta falta o se pregunta si el precio que cuesta el vivir en una comunidad «respetable» merece el tener que hacer de tus hábitos y placeres una cosa secreta y clandestina.
Hensher teje una madeja de relaciones sociales y personales que se enreda muchísimo cuanto más te adentras en la lectura, y todo se convierte en un delicioso y enmarañado folletín de lectura facilísima y escritura directa y cargada de finísima ironía que desemboca en un final que seguramente no esperabas mientras leías el primer capítulo. Para cuando te dicen qué ha pasado con la pequeña China, la trama de la desaparición de la niña es la que menos importa (y no por menos truculenta), pero quizá estamos ya tan acostumbrados a estos temas (gracias, Ana Rosa) que los pasamos totalmente por alto cuando lo que tenemos delante son los tejemanejes de una comunidad que sustenta su día a día en los secretos y en controlar lo que hace el vecino. Mucho más suculento esto, dónde va a parar.