[dropcap]H.[/dropcap]P. Lovecraft es ampliamente conocido por ser el creador de Chtulhu y todo el universo que rodea a este epítome de la literatura de horror. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que obras como «La Llamada de Chtulhu» o «En Las Montañas de la Locura» juegan con un material de base híper fabulado: los Grandes Antiguos y la mayor parte de las criaturas que habitan las obras más conocidas de Lovecraft son seres inventados que, por lo tanto, obligan al lector a considerar este tipo de lectura como pura fantasía. Recapitulando: terror, subgénero fantasía. Por eso mismo resulta tan estimulante toparse con libros como «El Resucitador«, donde el autor parece salirse mínimamente de su habitual zona de confort y explorar el terror desde una vertiente mucho más realista, sin muletas fantasiosas que, dependiendo de cómo sean utilizadas, resultan contraproducentes a la hora de conseguir el horror «verdadero».
«El Resucitador» (que acaba de ser publicado por Periférica en nuestro país) es un libro originalmente publicado por H.P. Lovecraft en el año 1922. A la hora de valorarlo, sin embargo, hay que tener en cuenta un factor determinante: más que un libro, el autor escribió este relato en formato folletín, ya que no dejaba de ser un encargo de la revista Home Brew destinado a ser publicado en un total de seis entregas que en el presente tomo (y en todos los que se han publicado desde su éxito inicial) se transformaron en seis capítulos. No voy a poner el dedo en la yaga de las necesidad impuestas por el formato folletín porque, al fin y al cabo, el propio Lovecraft constató desde un principio un profundo descontento con el resultado final: lejos del fluir narrativo habitual de este escritor, «El Resucitador» se ve lastrado por la necesidad de que cada capítulo se abra con una recapitulación de todo lo leído anteriormente y se cierre con un cliffhanger a veces demasiado forzado. Si a este continuo volver sobre los pasos ya andados sumamos la escasa duración de la obra (no llega a las cien páginas) se obtiene un extraño efecto de frustrante quietud circular, como un hamster que va dándole y dándole a una rueda pero que no avanza en su sitio.
Pero repito: el mismo Lovecraft nunca se mostró contento con este formato y, aunque bien podría haberlo re-escrito para adaptarlo a una forma de novela (algo que otros muchos autores han hecho antes y después de él), no puede juzgarse a «El Resucitador» en base a un fallo admitido. Por el contrario, se hace necesario loar sus logros, que no son pocos. El primero de estos es, evidentemente, la creación de un icono imperecedero: la figura de ese «resucitador» que se dedica a devolverle la vida a cadáveres utilizando la ciencia (algo enloquecida) como única herramienta. Con «Frankenstein» como referencia totalizante (de la que acabaría por convertirse en heredero directo), Lovecraft da un paso más allá e incluso se dedica a despojar de fantasía a la creación de Mary Shelley. Lo que allá eran pedazos de cuerpos revitalizados por el poder del rayo aquí son más bien cuerpos en descomposición que vuelven a la vida a través de unas pociones revitalizantes. Si al lector contemporáneo le suena la trama de forma realmente poderosa es precisamente porque en la década de los 80 existieron tres películas afamadas que nacieron a partir de esta obra y de su ya mítico protagonista: ese Herbert West que aparece directamente en el título original del libro («Herbert West. Reanimator«, lo que obliga a planterarse si «resucitador» no tiene ciertas connotaciones místicas y si no hubiera sido más adecuado conservar lo de «reanimador» como título de esta edición española).
Sea como sea, «El Resucitador» es una lectura destinada a hacer vibrar a los fans de Lovecraft e incluso a cualquiera que quiera acercarse por primera vez a este escritor: para los primeros, se abrirá todo un nuevo mundo de terror sin «subgénero fantasía» que sorprenderá a bastantes; para los segundos, puede que introducirse en Lovecraft lejos de los Grandes Antiguos sea algo así como el mejor aperitivo posible a la espera de los grandes platos. Y aunque «El Resucitador» sigue adoleciendo de algunas de las faltas habituales de su autor (esa tendencia a la vagancia descriptiva que suele solventarse con un sempiterno «es tan horrible que no se puede describir con palabras«), no se puede negar que la historia desprende magnetismo suficiente como para pegarte a su primera página y no permitirte alejarte hasta la última. Es lo que tiene el horror más científico y menos fantasioso: que acojona de forma mucho más profunda.