Es demasiado tentador señalar «El Pan a Secas» (publicado en nuestro país por Cabaret Voltaire) como un libro necesario por el simple hecho de que las autoridades árabes prohibieron su publicación durante casi dos décadas con tal de cuidar la imagen que se proyectaba de sus fronteras hacia afuera. No falla: si se prohibe un libro debido a su contenido, está claro que algo valioso debe haber ahí dentro, algo que difiere de la versión oficial de los hechos y que, más que seguramente, es mucho más real que esta. La historia sigue el patrón habitual: «El Pan a Secas» se publica en 1973 en una traducción al inglés realizada por Paul Bowles, pero no es hasta 1982 que es publicada por vez primera en su idioma original, el árabe. Tan sólo un año después, el Ministerio del Interior de Marruecos prohibe el libro de Mohamed Chukri ante la presión de unos ulemas totalmente escandalizados ante las referencias al sexo y a las drogas. No será hasta el año 2000 cuando la prohibición se levante y «El Pan a Secas» sea publicado de forma oficial (y legal) en Marruecos… Un choque frontal entre literatura y socio-política que hemos presenciado muchas veces (demasiadas), pero que nunca deja de sorprender por lo que tiene de alarmante: ante un pedazo de literatura viva y necesaria como «El Pan a Secas«, ¿quién se cree con el poder de escamotear su lectura a un pueblo que podría no sólo asimilarlo, sino establecer un diálogo en un aquí y ahora que es cuando un libro adquiere su primer significado?
También es evidente que un manuscrito como el de Mohamed Chukri va más allá de su primer significado, de esa significancia que lo ancla a un tiempo y un espacio concretos. Con el paso de los años, «El Pan a Secas» ha perdurado no sólo por lo que tiene de polémico, sino sobre todo por lo que tiene de literatura en su estado más puro y primigenio. Aquí Chukri recorre los primeros años de una autobiografía marcada a fuego por la relación con un padre alcohólico y vago que incluso llega a asesinar a su hijo (el hermano del escritor) en un ataque de ira. En una época particularmente precaria, Chukri va saltando de su Rif originario a Tánger y Tetuán, ya sea en compañía de su familia o para buscarse las castañas en solitario. Este sobrevivir al día le convierte en una versión oscura del Lazarillo: un niño pícaro que va descubriendo que la única forma que tiene para relacionarse con un mundo en descomposición es a través de su propio ingenio. Sus tristes vagabuendeos le llevan a la tierna edad de once años a habitar un mundo en el que la prostitución, el lumpen y las drogas están a la orden del día y son la única forma de sentirse vivo entre los dientes de la maquinaria de un sistema que anula a los ciudadanos por la vía de la pobreza y la represión policial.
Es inevitable sentirse fascinado por la visión a la vez descarnada y cándida que Mohamed Chukri ofrece de su infancia en Marruecos. Pero, como ya he señalado con anterioridad, el verdadero valor «El Pan a Secas» va mucho más allá del retrato de una época y unos lugares concretos: la novela de Chukri impacta y arrebata gracias a la escritura magsitralmente visceral de su autor. Desde la primera página, la sensación imperante no es la encontrarnos ante un escritor fabulando y articulando una trama (por mucho que esa trama sea su propia vida), sino que lo que late en «El Pan a Secas» es más bien la urgencia de la literatura como necesidad: se nota que la voluntad de explicar su infancia nace de las entrañas de un Chukri que escribe con el arrojo de quien se lanza al vacío porque este le está llamando, no de quien planea en ese mismo vacío planificando todo lo que va a construir ahí dentro. Aquí la escritura es más hambre de literatura que literatura como artificio. Algo que se hace más patente que nunca en las últimas páginas del libro, cuando el Mohamed Chukri niño desvela una faceta hasta entonces inédita: no sólo muestra una predisposición innata hacia la cultura, sino unas ansias voraces capaces de transmutarse en talento si se le proporciona la oportunidad y la educación necesarias. Y aunque al final dejamos al personaje / escritor huérfano y abandonado en un mundo hinóspito, es inevitable que esta semilla diminuta, minúscula, sea entendida por el lector como un futuro árbol cargado de hojas verdes de esperanza. Definitivamente: la literatura como necesidad… y como salvación.