En «El País de las Maravillas» de Alice Rohrwacher los muertos no son los peligrosos: son simplemente los que esperan a ser devorados por los vivos.
Sabemos que es Italia pues hablan italiano, hay restos etruscos, la televisión apesta y Monica Bellucci (casi como una parodia de sí misma) encarna a una host que vendría a ser el prototipo carnal de la televisión berlusconiana mas chusquera y vulgar posible. Sí, es Italia, pero también es un páramo, un no-lugar donde exiliados de la civilización y de ellos mismos luchan por aferrarse a su condición de outsiders, de náufragos con Síndrome de Estocolmo. Prisioneros de su isla y al mismo tiempo soñando en el día que escaparán de ella.
«El País de las Maravillas» («Le Meraviglie«), es un recorrido por este limbo en las afueras de lo civilizado. Una descripción de la lenta extinción de una forma de vida que se debate contra sí misma entre el idealismo y la bofetada diaria de una realidad que avanza inexorable dispuesto a devorarla. Un mundo en descomposición compuesto de restos de un todo que se deshilacha. Pálidos colores, restos de objetos, una “zona” stalkeriana fuera del tiempo y del espacio.
Alice Rohrwacher nos introduce en ello con un tono semi-documental, como el voyeur que siente una compleja relación atracción / repulsión ante lo que contempla. ¿El resultado? Una imagen que bordea lo sepia y que transmite una cierta frialdad hipnótica. Un cine del pasmo, donde lo visto es realidad a 4k, tan palpable que desconcierta al mismo tiempo que resulta imposible apartar la vista de ello. Con la capacidad de atrapar el misterio que escurre en cada fotograma, en cada mirada de sus bressonianos personajes.
La pulsión que late constantemente es la de una cierta carnalidad violenta que se acerca al extrañamiento y contención de una Claire Denis. Hay una tensión inexpresable en esos cuerpos amorfos, como si todos los deseos perdieran su fuerza en gritos en fade out y ojos que mueren entre la inexpresividad y el miedo. Una actuación que lleva a sus personajes a la condena de saberse en posesión de una derrota tan previsible como inexorable al ser incapaces de cambiar el destino al que se arroja su existencia.
Ni tan siquiera la posibilidad de redención, en forma de concurso, o de presencia de un joven delincuente en rehabilitación, permiten cambiar la perspectiva. De hecho son piezas más de la gran ironía triste que peina el film. La idea de que los pivotes, los salvavidas están ahí, listos para ser usados, pero no contienen la poética necesaria para que les presten atención. Es mejor arrastrarlos al hundimiento colectivo. Como si semejante hundimiento fuera la constatación empírica de una derrota asumida.
«Le Meraviglie» quizás resbala en la obviedad de la metáfora. Tiene una gran idea y la repite sin cesar. Ello no es óbice para que no se pueda reconocer la belleza plástica de unas iteraciones que dicho sea de paso más que subrayar lo conocido dotan de un cierto ritmo melancólico al desarrollo del metraje. El film de Rohrwacher se inscribe en una especie de cine transrealista, como el «Sacro Gra» de Gianfranco Rosi o «La Plaga» de Neus Ballús. Películas que se balancean entre lo ficcional naturalista y la reconstrucción escenificada televisiva. Sí, es la puesta en escena del feísmo, de lo cutre como representación más cercana a como debe ser la realidad. Una suerte de meta-aproximación a la decadencia a través de la inmersión total en ella. Por ello, «El País de las Maravillas» resulta una experiencia tan vívida como desasosegante, sin margen para respirar algo que se parezca mínimamente a la esperanza pero sin ensañarse en ello. Es el retrato de lo gris sepia, de lo mortuorio. Zombies paseando en los márgenes de la distancia esperando sin prisa pero sin pausa a que seamos los “vivos” los que los devoremos esta vez.
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