A ese respecto, «El Leñador» (editada en nuestro país por Rayo Verde) arranca de forma mucho más honesta con Witkowski situado ya en el epicentro de la narración: él va a ser el protagonista de su nuevo libro, aunque lo va a ser porque todavía no sabe de qué va a ir su nuevo libro. En las primeras páginas, el escritor se dirige en tren hacia un destino incierto: va a la «casita» de un leñador que le ha invitado a pasar allá una temporada. Una temporada que el leñador piensa que Witkowski empleará en escribir e inspirarse pero que Witkowski sabe que pasará explorando la tensión sexual con este ejemplar de macho absoluto que es el epítome de lo que le pone cachondo: un hombre sólo, curtido por la Naturaleza, que ha decidido vivir de espaldas a la sociedad inmerso en una espiral de introspección y soledad. A partir de ahí, el «libro» se va fabulando delante de los ojos del lector en un proceso continuo de «en construcción»: pronto, Michal descubre que Robert no es el leñador buenorro que intuía. Hay algo oscuro detrás. Algo oscuro que el escritor quiere descubrir… Y entonces «El Leñador» se transforma (de forma autoconsciente y deliberada) en una novela negra.
De pronto, Witkowski ya no sólo es el marica urbanita que no sabe qué hace en medio de la nada, en un pueblo costero que en verano es un nido de turistas pero que en el invierno del presente narrativo es poco más que un páramo desolado y desolador. Michal es mucho más: es el detective privado que investiga una trama loquísima y peligrosa acompañado de su particular sidekick. Pero recordemos que estamos hablando del autor de «Lovetown«, y su sidekick no podía ser un Sancho Panza al uso, sino que es un chandalero, un cholo que le saca el dinero pero que a Michal le pone un rato burro y del que intentará beneficiarse en más de una ocasión, sin contar -o contando- con la reacción imprevisible tipo «animal enjaulado» de un poligonero que de repente se despierta con un marica a su lado después de una noche de drogas y alcohol. Y, evidentemente, los personajes que circundan a la pareja protagonista no podían ser tampoco «normales», abundando aquí prostitutas viejas, taxistas usureros, hostaleras metomentodo y todo un elenco de freaks dignos de la anterior novela del autor (al fin y al cabo, de nuevo nos encontramos ante un supuesto ejercicio documental: todo lo narrado en «El Leñador» es algo que Witkowski está documentando en tiempo real).
De la misma forma en la que el sidekick de este noir no podía ser al uso, tampoco podía serlo el propio estilo narrativo… Esto es algo que el propio escritor anuncia muy al principio de su novela, cuando afirma que las tres brujas de «Macbeth» furon las creadores del camp cuando cantaron aquello de que «Lo hermoso es feo y lo feo es hermoso, surquemos la niebla y el aire hediondo«. Este es el leit motif que empuja el fondo y al forma de «El Leñador» hacia delante, en una odisea en la que arrancarle lo hermoso a un entorno (muy) feo… Hasta que los resortes de la novela negra hace «crack» y tienes que admitir que, sin saber cómo ni cuándo, de repente te encuentras ante algo completamente diferente, algo que va más allá de la novela negra. Las pruebas de este cambio de piel de «El Leñador» van apareciendo poco a poco. Puede que, como lector, deberías haber empezado a sospecharlo cuando Witkowski explora diferentes fugas de escape narrativo en relatos dentro del relato, con un estilo completamente diferente, que explican hechos ajenos a la trama (o no). O deberías haberle hecho caso a la mosca detrás de la oreja en uno de los momentos más tronchantes del libro: cuando Witkowski y su chandalero se espejan sobre su negativo fotográfico en forma de hipster nórdico y perro (evidentemente, al chandalero le toca espejarse sobre el perro). Incluso puede que debieras haberte rendido ante la evidencia en los momentos de autoconsciencia absoluta en los que Michal se pregunta si no está llevando demasiado lejos eso que hacen los escritores de meterse en líos y de juntarse con gente de baja calaña porque les pueden ser de utilidad para su escritura.
Sea como sea, «El Leñador» se abre como un diario de viaje, sigue como una novela negra y acaba saliéndose por peteneras en una especie de post-noir o de noir post-moderno (que no son la misma cosa). El mismo Michal Witkowski se rinde ante la evidencia hacia el final de su libro: no sabe hacer otra cosa. Por mucho que intente hacer un noir, al final acaba hablando de sí mismo y convirtiendo la narración en un bellísimo espejo roto de micro-relatos fragmentados… Como en «Lovetown«, el autor empieza haciendo algo para acabar haciendo otra cosa completamente diferente (y muchísimo más divertida, elocuente e inteligente). Ahora bien, ¿nos lo creemos en sus arranques de falsa modestia y nos rendimos ante la evidencia de que Witkowski es una bestia parda de las letras contemporáneas y que, desde al principio hasta el final de «El Leñador«, lo único que ha estado haciendo es ir dos pasos por delante nuestro, jugando con nosotros de forma un poco cruel pero infinitamente arrebatadora?