Si pensamos en el decadentismo francés, el acto reflejo suele ser acotar todo el asunto alrededor del nombre de Baudelaire. Incluso puede que nos quedemos atrapados dentro del terreno de la poesía. Pero con «El Jardín de los Suplicios» (publicado en nuestro país por Impedimenta en 2010), Octave Mirbeau nos recuerda que el decadentismo también puede habitar en la novela, plagándola de ese olor a sangre y ese tacto de flor marchita tan suyo, recordándonos la belleza que se oculta en lo más hondo de la podredumbre y el dolor.
La novela se divide en tres partes, aunque el índice identifique sólo dos. Y es que, antes de empezar la primera encontramos un fronstpicio, un pequeño relato que hace gala de una atractiva insolencia al querer constatar el crimen como algo propio del instinto natural humano, al más puro estilo de De Quincey. Las otras dos partes narrarán la caída del protagonista y su posterior huida a Ceilán en falsa calidad de embriologista. El viaje, en principio anodino, dará un giro de vital importancia gracias a la aparición de Clara, una joven inglesa llena de un misterio que parece ocultar histeria y sadismo a partes iguales y que llevará de la mano a nuestro pequeño héroe directamente a lo más profundo de un Infierno disfrazado de una mezcla de hermoso jardín y cruda sala de torturas. Y así, en un relato que no ahorra en detalles y que no carece de una estética perturbadoramente seductora, asistiremos a las nupcias entre la belleza y el dolor, en un altar donde la sangre y las flores abundan a partes iguales.
Puede que «El Jardín de los Suplicios» sea un terrible descenso al mismísimo abismo que nos presenta la cara más perversa y retorcida del alma humana; puede que sea una lectura a ratos dura, por la manera impúdica de describir cada tormento al que asistiremos… pero es un precio que vale la pena pagar. Porque, a veces, es en lo más profundo del infierno donde florecen las cosas más bellas.
[J. Quijano]