Siguiendo aquella máxima que dice que la máxima aspiración del arte debe ser hacer visible lo invisible, Paco Roca se embarca en la peligrosa aventura de dejar al descubierto parte de la historia secreta e invisible de la historieta española. «El Invierno del Dibujante» (publicado por Astiberri) aterriza en las estanterías justo cuando acabamos de pasar por el trance de debatirnos ante la posibilidad de que «El Gran Vázquez» (de Óscar Aibar) tuviera mucho más de los delirios y excesos de Santiago Segura que de retrato fiel y verosímil, lejos del mito facilón del autor de tebeos míticos como «La Familia Cebolleta» o «Anacleto, Agente Secreto«. Y aunque aquella película debería haber servido para levantar ciertas ampollas a la «historia oficial» y así abrir camino hacia una historia mucho más transparente, parece que en su estreno sólo se habló de las particularidades personales de Vázquez, un vividor que supo trampear su realidad y hacer algo tan complicado como vivir del cuento (literal).
Por suerte, Paco Roca está mucho más dispuesto a abordar con rigurosidad un período histórico en el que, durante unos instantes, parecía que todo podía cambiar, que todo podía (llegar a) ser como deben ser las cosas. «El Invierno del Dibujante» aborda el golpe de estado silencioso perpetrado por cinco autores (Carlos Conti, Guillermo Cifré, Josep Escobar, Eugenio Giner y José Peñarroya) que siempre habían publicado en la editorial Bruguera y que deciden inaugurar «Tio Vivo«, una nueva revista en la que el autor es el propio editor. Una aproximación al negocio editorial impropia de un momento histórico caciquil como la posguerra franquista, cuando el arte era más frecuentemente castigado que premiado e incentivado. Roca no duda en ningún momento a la hora de abrir en canal aquel instante de la historia de la viñeta patria en la que el paradigma editorial y artístico podría haber cambiado hacia mejor pero que, sin embargo, acabo revelándose como un callejón sin salida, como un grito debajo del agua: en esta lucha del (artístico) David contra el (gigantesco y corporativo) Goliat, estaba claro que David tenía las de perder.
Pero, ¿estamos hablando de una aproximación por parte de Paco Roca preñada de determinismo pesimista? Depende. Lo cierto es que el autor aborda la historia como quien pone una sordina a su pistola: empieza desde el final, cuando la aventura ha acabado revelándose como un fracaso y, a partir de ahí, ordena los sucesos con forma de puzzle de cuatro piezas, una para cada estación del año. De hecho, las páginas sobre las que se imprime cada fragmento del argumento están coloreadas en un tono que remite directamente a cada una de esas estaciones (azul para el invierno, rojo para la primavera)… Y aunque esto podría quedarse en un detalle de producción, acaba ofreciendo bastantes pistas de las aguas sobre las que Roca intenta manejar sus viñetas: las aguas de lo emocional. El color es puramente emocional. Y también lo es su punto de vista, siempre suficientemente alejado de los sucesos como para proporcionar la suficiente ilusión de objetividad, pero también siempre lo suficientemente cerca de los protagonistas como para que la historia acabe enganchándonos de forma mucho más visceral de lo que lo haría una biografía al uso. Ha de constar, además, que el autor no sólo se acerca a los vencidos con tal de extraer la poética de este tipo de figura literaria, sino que, además, se acerca a los vencedores (ese tristísimo Rafael González, director de la redacción de Bruguera y corrector eternamente amparado en su legión de lápices rojos) hasta el punto de que, en ocasiones, sobre todo al final, incluso dudas de quién ha sido el protagonista de este viaje a través del tiempo. Porque puede que la excusa histórica elegida por Paco Roca en «El Invierno del Dibujante» parezca pesimista, pero más poderosa que esa opacidad es la certeza, al final de todo, de que, ya sea dentro de una mega editorial o en un proyecto más libre y personal, como el espectáculo, el arte es algo que debe continuar.
[Raül De Tena]