El In-Edit 2018 acaba de echar el cierre… Pero esta última crónica analiza cómo muchos de sus documentales han girado en torno al concepto de identidad.
«Yo Soy La Rumba«, el documental sobre Peret que se ha estrenado en el recién clausurado In-Edit 2018, me pilló totalmente por sorpresa. Porque, al fin y al cabo, hace un par de años que en este mismo festival pudimos ver «Peret i l’Origen de la Rumba Catalana«, un documental de Carles Prats que abordaba los orígenes de este género jugando a la parte por el todo, tomando a Peret como padre absoluto que llevara al espectador hacia sus múltiples ramificaciones. Aquel ya fue un documental en el que muchos espectadores nos enamoramos de Peret, porque no puedes hacer otra cosa que no sea enamorarte ante un hombre de esta calidad humana y con semejante magnetismo.
Pero una cosa es enamorarte del personaje documentado y otra cosa muy diferente es enamorarte del documental porque este sea realmente interesante. Esa es la frontera que siempre hay que explorar en el In-Edit, donde es necesario realizar un verdadero ejercicio de objetividad y preguntarse: ¿este documental me ha gustado por la persona a la que retrata o porque verdaderamente está bien retratada? Y en el caso de «Yo Soy La Rumba» de Paloma Zapata ocurren ambas cosas… Por un lado, y pese a contar con mucho material (incluso recreaciones ficcionadas) posterior al fallecimiento de Peret, este aparece representado en todas sus caras gracias a algo realmente interesante: la tradición oral familiar.
A estas alturas, todos hemos visto «Coco» de Pixar (perdonen los puristas una referencia tan ramplona y efectista) y sabemos que alguien no muere mientras en su familia sigan narrándose sus aventuras y desventuras. Pues «Yo Soy La Rumba» es el documental que debería asegurarle la eternidad a Peret en el Cielo, porque ahí está lo que lo convierte en una cinta realmente magnífica: que consigue llevar a la figura de Peret más allá de sí mismo y lo hace usando algo que es a la vez ajeno e íntegro del documental. Me refiero a la propia familia del artista, que casi usa esta película como bálsamo curativo para enfrentarse a sus heridas y empezar a cicatrizarlas.
Ahí están las múltiples conversaciones sobre Peret que mantienen diferentes generaciones y que sirven para que el espectador aprenda sobre él a medida que lo hacen los niños a los que se les explica la leyenda. Ahí está cómo la familia vuelve a habitar un espacio que no habían pisado desde el fallecimiento del «yayo». Y ahí está un ejemplo pluscuamperfecto de por qué adoramos la música: porque, a veces, puede convertirse en el cemento que una a toda una familia y le ayuda a recomponerse después de una pérdida tan significativa como esta.
También nos gusta la música porque, en el caso de muchos de nosotros, es el cemento con el que hemos unido las diferentes partes de nuestra personalidad y con el que le hemos conseguido dar un sentido unívoco. Eso es algo que, por su parte, puede encontrarse en «Ryuichi Sakamoto: Coda«, el documental de Stephen Nomura Schible que arranca en un momento tan delicado como es el diagnóstico de un cáncer de garganta del artista. Es un momento ante el que todo el mundo reacciona igual: este tipo de enfermedades te obligan a recapitular, a hacer recuento de qué has hecho (y conseguido) en tu existencia y, sobre todo, de redefinir tus propias fronteras para enfrentar el futuro con un yo mucho más efectivo, más delimitado y enfocado.
El problema en el documental de Schible es que la personalidad de Sakamoto es extremadamente privado y, sobre todo, de una tranquilidad que roza el aburrimiento supino. Y, aunque al final «Ryuichi Sakamoto: Coda» resulta ser un buen retrato del artista, hay que reconocer que podría haberse esforzado en encontrar una estructura y un montaje más estimulantes que paliaran un poco el sosiego de Ryuichi. La recapitulación histórica del artista está ahí, pero desarticulada y desordenada. La redefinición de sus propias fronteras también, pero tan desdibujadas y etéreas que esa escena final, tan determinada pero tan cliché, resulta bastante impostada.
Y es que este es un documental más interesante en su teoría que en su práctica: Ryuichi Sakamoto usa la música (o su ausencia) para redefinirse y reinventarse en un momento de pura crisis vital. Y esto, en teoría, es apasionante. Pero no en la práctica de Stephen Nomura Schible.
En la programación del In-Edit 2018, sin embargo, sí que ha habido un documental apasionante tanto en teoría como en práctica… Y ese documental es «I Used To Be Normal: A Boyband Fangirl Story» de Jessica Leski. ¿A quién no le va a interesar una película que (per)sigue a cuatro mujeres de diferentes generaciones unidas por el hecho de haber sido y seguir siendo fangirls absolutas de cuatro de las boybands más importantes de la historia? Estas boybands son The Beatles (los pioneros), Backstreet Boys, Take That y One Direction. Y las cuatro mujeres se muestran ante la cámara con una candidez, una humildad y una desnudez emocional que resulta totalmente desarmante además de poderosamente adorable.
De nuevo, «I Used To Be Normal» explora cómo los humanos usamos la música para construir identidades. Pero si los anteriores ejemplos hablaban de identidad familiar e identidad personal, en este caso nos encontramos con cómo usamos la música como cemento de la sociedad. O, por lo menos, de sociedades en miniatura como son estas fangirls desquiciadas y totalmente desapegadas de la realidad pero a las que, sin embargo, hay que admirar por el mero hecho de enfrentarse a la realidad de una forma mucho más sana que la habitual en la generación de la distancia irónica: ellas no son capaces de practicar la distancia irónica porque, fundamentalmente, viven a flor de piel.
Lo mejor de todo es que Jessica Leski consigue firmar un documental con infinitas capas de sentido. Además del significado ya mencionado, la cinta también se embarca no solo en una especie de aventura definitiva a la búsqueda de la definición última de qué es una boyband y por qué genera ese fenómeno de las fangirls, sino que incluso se empeña en buscar una razón de ser para estas fangirls que la sociedad tiene muy claro que es necesario estigmatizar. E incluso machacar.
Y, sin ánimo de caer en spoilers, una cosa os digo: durante mucho tiempo, consideré muy elocuente eso de sentenciar que las boybands son necesarias para que las adolescentes den rienda suelta a una sexualidad contenido que los hombres expresamos de formas muy diferentes. Pero, después de ver «I Used To Be Normal«, debo decir que eso es un argumento simplista y que la realidad es mucho más compleja. También menos oscura y más optimista de lo que nunca pensé. Y que alguien te dé en el morro para demostrarte que el mundo no es un lugar tan oscuro solo puede ser algo bueno, ¿no te parece? [Más información en la web del In-Edit 2018]