Nuestra reseña del «Honey» de Robyn dice que es deliciosa «música para llorar en discotecas»… Y también dice que es un discazo muy tremendo. Obvio.
Verás, ser medio edgy en tu adolescencia mientras por dentro sabes que te gusta el pop es un trabajo complicado. Los principios de los 2010 fueron una época en la que las artistas femeninas del pop estaban saliendo manufacturadas, y bastante orgullosas de serlo. Incluso Lady Gaga, con sus discos impresionantes, estaba muy atada a la imagen, y eso no es algo muy rebelde. Todo era un producto, un producto bueno, pero un producto. Las mujeres rebeldes estaban destinadas al rock, y en el pop como máximo te encontrabas con Pink, que a ver quién se la traga.
Y entonces Robyn llegó a mi vida. Mi primer contacto con ella fue en una escena de Chuck y Blair en «Gossip Girl» en la que veía en repeat un YouTube hasta que tuve que buscar cual era la canción que sonaba de fondo. Y, allá por 2010, esa canción resultó ser «Dancing on my Own«.
Pero esperad. Para los que os acabáis de unir al barco de Robyn, repasemos. Historia de Robyn.
Robyn era una niña estrella explotada sueca que empezó haciendo cosas a la corta edad de los 12 años. Si uno mira su curriculum, se la encuentra en el Melodifestivalen como productora a la edad de 17, entrando en Estados Unidos con el tema «Show Me Love» poco después, regresando más tarde a Suecia por cansancio… La típica vida de una artista marioneta. Robyn salta numerosas veces de discográfica quejándose de falta de libertad.
Pero en 2004 -ahora viene lo bueno- rompe el contrato con BMG y decide crear su propia discográfica, Konichiwa Records, que le permite hacer lo que le dé la santa gana. Y así publica un año más tarde un disco titulado «Robyn» (Konichiwa, 2005), toma, homónimo como se suele hacer con el primer disco que lanza alguien: todos los discos anteriores no existen a partir de ahora. Este es el año cero de Robyn. En este álbum empieza “su” sonido, que acabaría perfeccionando en «Body Talk» (Konichiwa, 2010), un segundo trabajo con el que ya pegaría un verdadero pelotazo internacional. La primera canción de «Robyn«, «Konichiwa Bitches» -palabrota por medio-, ya es un statement como una casa de grande.
Lo guay es que ella es una girlboss en toda regla, y este sonido mucho más personal resulta que encaja perfectamente por un lado con la comunidad gay y por otro con los hipsters, que muy por dentro no pueden vivir sin pop. Con su siguiente álbum, con el que se perfecciona aún más todavía, «Body Talk«, llega a posicionarse internacionalmente como la nueva reina del electropop alternativo… Y a día de hoy juraría que nadie le ha quitado la corona. Ocho años más tarde, yo sigo defendiendo que «Dancing On My Own» es el mayor temazo de lo que llevamos de siglo.
Y así íbamos, con una sequía de ocho años -ignorando a propósito aquel pedazo de EP que sacó con Röyksopp y alguna cosilla más porque me gusta quejarme y ser dramática-, hasta que por fin el pasado viernes se publicó «Honey» (Konichiwa, 2018). En ocho años han pasado muchas cosas. Se ha puesto de moda el teñirse el pelo de gris. Robyn tiene ya casi 40 años. Su sonido ha evolucionado. Se ha pasado de moda el teñirse el pelo de gris. Falleció su colaborador y amigo Christian Falk. Robyn hizo varias colaboraciones. El sonido del pop global ha evolucionado.
La gran hazaña de «Honey» ha sido buscar una transición entre el fanservice de repetir el sonido que tenía en 2010 y hacer algo mucho más acorde a 2018. Y lo consigue sin llegar a hacer un disco muy ecléctico, por lo menos no más que otros suyos (que siempre saca las tres-cuatro canciones más comerciales como singles, pero recordemos que el «Body Talk» tenía hasta colaboraciones con Snoop Dog), sino consiguiendo un punto intermedio y variando texturas.
«Honey» abre con el que fue su primer single promocional, «Missing U«, en el que hace una elegía dance a Christian Falk con un sonido que se ha quedado congelado en el tiempo. «Missing U» tiene una letra desalentadora, imposibilitando la vuelta a lo que todo era antes, y que la obliga a tirar adelante. “There’s this empty space you left behind / All the love you gave, it still defines me”, canta mientras el sintetizador marca que el baile sigue. Con Falk –con el que comenzó el proyecto musical de Robyn & La Bagatelle Magique-, la artista comenzó un cambio de rumbo que se vio interrumpido por su enfermedad y posterior fallecimiento. En «Honey» hay poco rastro de lo que fue aquel «Love is Free«, pero sí que hay toques mucho más cálidos y más alejados de lo que suele ser ella.
Robyn se adentra en su nuevo yo aprovechando el segundo corte del disco, «Human Being«, canción que hace eco de aquella «Fembot» en la que ya decía que, a pesar de ser un poco robota, seguía teniendo sentimientos. En este caso declara su necesidad de calor humano (“I’m a human being / Move your body closer to mine”) y su sonido más futurístico, de la tirada de «We Dance To The Beat«.
No se si es la cercanía a los 40, pero la nueva Robyn baila flojito. Ella es mayor y sus fans de siempre también. «Because It’s In The Music» recuerda a la experimentación con los sonidos asiáticos en la música de los 80, y no me extraña que haya declarado a Cocteau Twins o David Bowie como inspiraciones para este disco. En «Baby Forgive Me» y «Send to Robin Inmediately«, que no se pueden escuchar separadas porque, vale, no es pasar de «Vibras» a «Mi Gente«, pero mantienen una transición. Estamos en el valle que marca el disco, la parte más suavecica y más íntima, en la que el deseo es el motor de todo -como siempre-, que culmina con «Honey«. El segundo single promocional -o el primero si contamos el cameo que hizo la canción en «Girls» hace ya mucho tiempo- es un temazo cálido -imagino que, siendo sueca, lo de que casi sea noviembre le da un poco igual-, pero sigue habiendo un carraspeo meláncolico en la música. «Between the Lines» y «Beach 2k20» va minando nuevas formas de hacer dance, pasando de década a década muy coherentemente. Y así cierra el disco con «Ever Again«, la más comercial y accesible de todas, en la que más se nota la mano de Joseph Mount, frontman de Metronomy (con el que tuvo un grupo secreto llamado Tony Primo and Nixxie en 2015).
Me acuerdo de «Langosta«, la película de Yorgos Lanthimos, aquella distopía en la que los que habían decidido vivir la soltería decían lo de “solo bailamos solos, por eso ponemos música electrónica”. Y es un poco así, la electrónica, incluso el dance, siempre ha sido algo bastante anestésico. Sales, bailas, y te olvidas de todo. O eso se supone. La cosa es que, mientras que en «Langosta» la soledad es algo voluntario, en Robyn nunca lo es: siempre hay una barrera entre el deseo y la realidad.
Robyn hace música para bailar a las 5 de la mañana en la pista de baile. No eres muy consciente de la hora que es porque vas aún un poco como una cuba, pero crees que estás esperando a que abran el metro. Saliste de fiesta con unas expectativas que no se han cumplido (pista: nunca se cumplen), y el alcohol lo está magnificando todo. Y suena «Missing U«. Y no sabes muy bien por qué, pero en vez de aislarte de tus sentimientos los abrazas. Y bailas.
Y es esta idea, la de que salir de fiesta suele ser una experiencia muy emocional. Es una idea muy poco extendida y, sin embargo, algo en lo que todos nos vemos reflejados. La misma idea que Lorde cogió –y citó como inspiración a Robyn– para hacer «Melodrama«.
Robyn madura pero sigue a lo suyo: el sonido es diferente pero el sentimiento es el mismo. Y si “música para llorar en discotecas” fuese un género, mis playlists de Spotify sobre el tema seguirían petadas de canciones de ella. [Más información en la web de Robyn // Escucha «Honey» en Apple Music y en Spotify]