Ambientada en la década de los cincuenta, cuando no se hablaba de las frustraciones sino que se ahogaban en Martinis, “El Hombre del Traje Gris” de Sloan Wilson se centra en Tom Rath, un hombre que lleva una vida idéntica a la de miles de hombres de aquella época. Rath vive en Connecticut pero cada mañana coge el tren para ir a trabajar a Nueva York. Tiene una mujer preciosa que le espera en casa y tres adorables hijos pequeños, pero esto no parece suficiente; en la pared del comedor hay un desconchado en forma de interrogante y las malas hierbas pueblan el jardín. Tom, pero especialmente su mujer (que por algo se pasa el día en casa) odian el vecindario en el que viven sólo porque sus vecinos son personas como ellos, gente que desea marcharse de este barrio para ir a uno mejor.
“El Hombre del Traje Gris” hace una radiografía de la vida en los suburbios durante los años 50 del mismo modo que la hizo John Cheever, pero Sloan Wilson no es tan amargo y pesimista; y en lugar de poner énfasis en las insatisfacciones y la frustración, prefiere centrarse en los esfuerzos que hace el protagonista para conseguir un equilibrio que le permita ser moderadamente feliz. No es que a Tom le guste el dinero, le gusta lo que se puede hacer con él: por ejemplo, pagar en el futuro la universidad a sus tres hijos. Pero el protagonista tampoco se quiere matar trabajando para su familia, sábados, domingos y vacaciones incluidas, y luego no poder estar nunca con ellos. Tom lucha, como tantos otros, para poder equilibrar vida laboral y vida privada. Pero estos no son los dos únicos mundos que intenta armonizar: también intenta reconciliar pasado y presente, y su traumática experiencia como paracaidista en la Segunda Guerra Mundial con su reintroducción en la vida civil.
Se ha acusado muchas veces esta novela de “conformista”, como si este adjetivo tuviera una connotación peyorativa por naturaleza. Tom Wrath a veces es pesimista, casi siempre consciente de sus limitaciones y en ocasiones duda de sus capacidades, pero nunca es un ser pasivo. ¿Qué tiene de malo intentar ser feliz con lo que uno tiene al alcance? Demasiadas veces parece que la literatura debe contar sólo grandes historias de amor, hechos heroicos, vidas rebeldes o cualquier cosa que se salga de la norma, cuando igual de épica puede ser la lucha de un hombre de traje gris que intenta conservar su individualidad en una sociedad que se empeña en anularla, como también lo pueden ser los esfuerzos de un hombre corriente para conservar cierta honestidad y sinceridad (para con los otros pero también consigo mismo) en un entorno hostil. El protagonista desea encontrar lo que los clásicos llamaban “aurea mediocritas”, un término medio que le permita ser feliz, porque sino ¿qué otra opción tiene? ¿Hacerse beatnik y vagabundear por toda Norteamérica? Este no sería precisamente el estilo de Tom Wrath.
El final de “El Hombre del Traje Gris” puede parecer un final feliz al estilo de las películas de Frank Capra, pero como muchas de las películas de este director, si uno se pone a analizar este supuesto final feliz no puede evitar empezar a ver fisuras. Por ejemplo, al final de “¡Qué bello es vivir!”, George Bailey descubre que todo el pueblo se ha volcado para ayudarlo porque lo aprecian y, sí, esto está bien, pero no es lo que quería en un principio; él quería viajar, descubrir el mundo y sobre todo no quedarse atrapado en Bedford Falls. De modo parecido, puede dar la sensación de que Tom Wrath ha conseguido todo lo que quería, pero no se puede evitar pensar que esto no es suficiente y que, si lo ha conseguido, ha sido más que nada por un golpe de suerte y que, como en las numerosas ocasiones anteriores en las que todo parecía ir viento en popa, las cosas se volverán a torcer en el momento menos pensado. “El Hombre del Traje Gris” es una obra en la que, por más que nunca se miren de frente, los sinsabores de la vida siempre están ahí escondidos, a punto de salir a la superficie en forma de jarrón estampado contra la pared. La novela se termina, pero uno tiene la sensación que la lucha por conseguir el equilibrio de Tom Wrath no se acabará jamás; las dificultades y las pequeñas frustraciones durarán toda la vida. Se podría decir que la lectura de John Cheever deja un sabor amargo, mientras que la de Sloan Wilson deja una sensación agridulce.
Núria Casademunt