Entre la felicidad y el chocolate la gente pasaba los días. Los muertos de la carretera, que no se acaban. ¿Es esta una de esas cosas de las que cesan si no hablas? Como el dolor de un bebé al caerse. No le diremos nada, no llorará. ¿Y, si duele, por qué recrear la pasión? Mete el dedo en la llaga, no sangra, pero llena.
Me gusta Barcelona. Parece que lleve siempre un filtro de Instagram. Parece fotogénica. No consigo descifrar si es pose, parece que tenga algo en sus entrañas. Y la gente de Barcelona. Mucha busca en la basura. Y no encuentra. Aquel señor guardaba grandes similitudes con un grande, Castelao. Llevaba unos pantalones marrón oscuro, de esos que yo nunca me pongo. La chaqueta de ante me recordó al Django, de Tarantino. Aunque creo que él no llevaba una así. Sobre la cabeza, un gran sombrero. No por moda, sino por actitud. Era mayor y cruzaba sin luz verde. En su mano sujetaba con la mayor de las elegancias una pipa, aunque Magritte me haya hecho dudar. En mi mente, él caminaba a cámara lenta. Inspirando profundamente. A mi paso, el humo comenzó a salir por su boca. La evanescencia del humo me llevó hasta Hong Kong, aunque no estaba deseando amar. Pero amo sentir y Wong Kar-Wai siempre consigue que deje de parpadear. Su elegancia me recuerda al humo de aquel señor. Podría ser mi director favorito. ¿Esto se elige? Ojos que no ven, corazón que no siente. Y yo sólo tengo ojos para Wes Anderson. Cartesiano como muy pocos.
Me hubiese gustado pasar estos días de chocolates en “El Gran Hotel de Budapest”. Allí, también está presente la muerte. Sin esa pobre anciana fallecida los engranajes nunca comenzarían su marcha. La marcha de un conserje y un aprendiz por sobrevivir en “en este matadero bárbaro que una vez fue conocido como la humanidad”. (Casi) Siempre es una muerte la que mueve el relato. Diré que nadie como Gabriel García Márquez usó esta muerte reactiva: sólo él permite al difunto formar parte activa del relato. Pero esa es otra historia. Sin la anciana, el cuento no arrancaría. ¿O dependía del periodismo? Wes Anderson es meticuloso. Podría decir que tiene la cabeza cuadrada, si por eso entiendes que es muy obstinado. Por fin, un personaje también lo es: M. Gustave es meticuloso como nadie (como Wes). Yo siento la historia a través de su mirada. Y en su mirada no cesan de aparecer cuadros que (re)encuadran. Como queriendo recalcar. Queriendo ordenar. Qué curioso que el Santo Grial de esta historia también sea un cuadro.
Le gusta tenerlo todo ordenado. Su psique se vuelca en la escena y, si muchos personajes se nos presentan de manera excesivamente frontal, es sólo porque son los personajes de su historia. De la de Gustave, no de la de Wes. Los enumera. Es el teatro de sus sesos. Y es muy divertido. Tan divertido como lo era antes, con Lubitsh. Me rio pero me lo cuentas. No sólo me rio. Como Barcelona. Aun con filtros lleva algo en las entrañas. Escaleras que no cesan de pasar. No sólo el formato me empuja al pasado (la pantalla cambia de tamaño según la ambientación de la historia). También me empuja el humor, elegante e inocente. Limpio. Y nunca un (casi) cuadrado fue tan favorecedor. Cientos de objetos hablan de los cientos de personajes. Todos llenan la pantalla. La pantalla se remite a un 3:4 en el que no cabe un alfiler. Y ver esto también me divierte. ¿Cuánta información puede contener un único cuadro?
No puedo contener la sensación de estar dentro de la mente de quien ocupa la pantalla. ¿Es un psicoteatro? Todo su interior se refleja en tan pequeña pantalla. A mí todo me recuerda al teatro. No hablo de cine vs. teatro. Hablo de cuando el cine utiliza su lenguaje para llenar los huecos que el teatro no podría llenar. Hablo de ver el interior del personaje en cada escena. Que se le pregunten a Suzy y a Sam en «Moonrise Kingdom» (2012). ¿Por qué si no los veríamos tan serios, decididos? Para los niños todo va en serio. Y nadie mejor que Anderson para dejarlo ver. Hablo de «Rushmore» (1998), donde se abre el telón. ¿Aun queda duda tras los largos desfiles a cámara lenta acompañados de música? Todos sentimos ese estado de ánimo alguna vez. ¿Seré yo?
Alguien siente placer por el teatro. Y el gran hotel también lo era (un teatro). El mismo Anderson comentaba que en muchas escenas el espacio era el mismo. Cambiaba el atrezzo. ¡Teatro! Así lo vieron todos los conserjes a lo largo y ancho de Europa. Ninguno se movió de Alemania (ninguno estaba en Budapest). Hablo, también, de la fragmentación del relato a través de titulillos. Uno podría pensar que es una influencia de la literatura. Me gusta pensar que es una evolución de los actos teatrales. Tan teatrales como su compañía, que cada día crece. Crece la gran familia (y no es española). Crecen en número y también ellos mismos. Exagerados, icónicos, maravillosos. Siempre entrañables. Siempre con un disfraz que les define. La cámara les acompaña. No sólo mueven el plano: mueven el mundo. El suyo. El que veo (y me gusta ver).
Ralph Fiennes es nuevo, pero no lo parece. Lleva de la mano a su compañía. Ameniza como Anderson lo hace en la narración. Es el humor en persona. Instigador incansable de sonrisas. Incluso cuando todo se pone feo. Incluso cuando las “ZZ” se cruzan en su camino. Malditas guerras. Sí, el telón de fondo era la guerra. Este no cambiaba, aunque sólo era una excusa. Me gustan los cuadros. Aquí los personajes también se (re)encuandran. Familias que no sorprenden por albergar las mayores guerras. Desconocidos de sangre y familias desconocidas. Los huérfanos se encuadran creando una nueva familia. Mucho más real. Mucho más sólida. Wes suele hablar de la familia. Aunque creo que no le gusta. Un mundo que se engrandece. El mundo cinematográfico de Wes, que es el mismo pero distinto, qué mejor que eso. Ensanchándose. Perfilando sus límites como nunca. ¿Es malo no traspasarlos? Por supuesto que no. Es su mundo, y en él pueden suceder infinitas historias. ¿No sucede en el nuestro?
Una muñeca rusa en Budapest. Historias dentro de historias que dan lugar a otras historias. Siempre frenéticas aunque las lentas panorámicas quieran desmentirlo. Frenéticas con Las Ramblas. Aquí. En Barcelona. Donde todos tienen chocolate entre los dientes. Sedientos de más. Más y más. Siempre nostálgicos, como Wes. Como las salas, a la espera de su color.
El cine no es como el humo, pero aquel señor y su pipa me trajeron hasta aquí.
[Elena Eiras]