Clint Eastwood incurre en fallos de deshonestidad de principiante en su nueva «El Francotorador», película que acaba por resultar decepcionante.
La criada mira con orgullo y placer a la señora de la casa. Es sábado noche y asistirá a la ópera con sus mejores joyas. La criada sonríe porque siente que es ella la que las lucirá. Es una ilusión claro, pero sucede. Se llama transferencia y es una forma de colar mensajes de dominación arriba-abajo de manual. No se trata ya de someter grosera y estentóreamente, sino de crear un espejismo donde se forme un plano de cierta igualdad. Una ficción plausible, un matrix no cibernético. Pues eso en resumidas cuentas es lo que pretende Clint Eastwood con «El Francotirador«, un film transferencia donde, amparándose en la que formalmente es su película más sólida desde «Gran Torino«, se pretende lanzar un mensaje creíble al respecto del papel americano en la guerra de Irak.
La arquitectura, el montaje, la doble cara, los dos frentes que nos presenta Eastwood pretenden ser una especie de díptico. Una muestra de cómo el héroe guerrero, la leyenda en zona de combate no consigue hacer frente a sus demonios internos, negociar con sus sentimientos, llevar un vida familiar “normal». Una suerte de plano / contraplano de los demonios interiores del protagonista con vocación de trascendencia nacional, como si el hombre pudiera simbolizar los sentimientos contradictorios de un país, Estados Unidos, respecto al conflicto bélico en el que están inmersos. Loable intención esta si no fuera porque la composición estructural no es más que una fachada color grisáceo, un engaño que oculta la unidireccionalidad intencional e unívoca del Sr. Eastwood.
No es tan sólo la tibieza mostrada del antibelicismo en su versión doméstica interior: es básicamente que, si existiera tal cosa, quedaría inmediatamente empañada por su reflejo en lo que concierne a cómo se muestra el conflicto en lo estrictamente bélico. Eastwood baja a la arena y se ensucia con el polvo del campo de batalla, filma con pulso tenso y vibrante y nos remite el Greengrass de «Green Zone» o incluso a al propio Eastwood cuando traslada los mecanismos formales del partido de rugby en «Invictus» al campo de la guerra de guerrillas. ¿Dónde está el problema, entonces? En que es imposible entender qué conflicto interno tiene el protagonista (un admirable Bradley Cooper en su interpretación torturada) en su tarea de francotirador cuando delante tiene un enemigo que es sádico, cruel… y multitudinario.
No hay matices en el retrato del pueblo iraquí: o son cobardes colaboracionistas con los americanos y se les trata con el desdén correspondiente o bien forman parte de la resistencia a la invasión yanki. Invasión y resistencia, claro que no son tales. El ejército americano es todo bondad, e incluso algo inocente en sus tácticas militares. ¿La resistencia? Despiadados terroristas no sólo interesados en matar todo lo que puedan, sino hacerlo con el máximo dolor e inhumanidad posible. Esto se refleja fundamentalmente en el duelo de francotiradores; nada que ver con el honorable combate de, por ejemplo, «Enemigo a las Puertas«. Aquí se trata de un burdo y simple retrato maniqueo del eterno combate entre el bien y el mal, un elogio del militarismo y la imposición que sin duda haría las delicias de un George Bush Jr o similares.
Clint Eastwood lleva un tiempo en el que parece gustarle poner ante el espejo a sus personajes y a él como director (e incluso como persona). Lo hizo en «Gran Torino» con un personaje resumen vital de su biografía que necesitaba redención por el sentimiento; lo hizo en «J.Edgar«, donde había una confusa lucha entre los sentimientos reales (sexualidad incluida) de su protagonismo y su fanatismo e intransigencia. Y, cómo no, el mejor ejemplo estaba en ese díptico, imperfecto pero ejemplar en su amplitud de miras que era «Banderas de Nuestros Padres» / «Cartas Desde Iwo Jima«. Mejores o peores, incluso demasiado tibias en su ideología (caso del melindrismo amorfo de «J.Edgar«), pero Eastwood demostraba saber moverse siempre en el terreno de los grises, de los claroscuros, del matiz como forma de descripción.
Es por ello que esta película resulta en cierta manera tan decepcionante: su trazo grueso corresponde más a un director novato o a un fanático devolviéndonos a los peores tiempos del Eastwood propagandista de «Firefox» o «El Sargento de Hierro» con la salvedad, a diferencia de «El Francotirador«, que nunca buscó en ellas coartadas pseudopacifistas. No nos convence el soez intento de transferencia, de disfraz que arroja este francotirador. Porque horroriza (o no) políticamente, pero sobre todo por su falta de honestidad. Como ese viejo (o niño) culpable, escondiendo el jarrón roto bajo la alfombra.