Publicada en 1949, en «El Fragor del Día» no hay ambiente o lugar que Elizabeth Bowen dé por sentado o considere asumido por el lector. Muy al contrario, Londres se representa con exactitud desde el primer domingo de septiembre 1942 hasta el mismo domingo, dos años después. La capital británica parece ser el personaje principal de la novela, algo que sugiere la portada de Impedimenta (en la imagen), un cartel publicitario de Western Electric obra de Laurie Tyler. Tiempo y espacio convergen en una novela que se ocupa lo mismo de la lluvia que de la luz del sol en la metrópoli, de cómo las “parejas de amantes, cansadas tras pasar todo el día solos, el uno con el otro, se alegraban al entrar en un lugar distinto en el que no estaban únicamente ellos” (p. 8), del Londres de la oscuridad total de los apagones y los vivos contrastes entre el bombardeo nocturno y la levedad que sus habitantes sienten durante el día, sustrato emocional de la novela.
La ansiedad, la sospecha y el miedo envuelven a los amantes lo mismo que la felicidad. Londres es para ellos un lugar de pesadilla, oscuridad, peligro, y un locus amoenus. “Ninguna otra época pudo vivirse con tanta intensidad; uno adquiría cierta sensación poética ante la amenaza de la muerte” (p. 96). El estilo es, en cierto modo, una víctima más de la guerra que describe. La prosa de la autora irlandesa, fracturada y elíptica, es reproducida de forma fiel y magistral por Martín Schifino. Léase esta descripción de los estragos del racionamiento: “La carnicería ofrecía cortes desconocidos de carne violácea, con la seguridad de que nadie iba a comprarlos; lo único que había en la lechería era una vaca de porcelana; el tendero, con un coraje carente de valor, conservaba intactas sus existencias de cajas y latas vacías” (págs. 77 y 78). El largo catálogo se extiende durante varios párrafos, en los que la trama deja al descubierto su complicada estructura, se omiten verbos y artículos, se violenta el idioma, contorsiones que capturan las distorsiones de la época.
Las descripciones de Bowen del Londres durante la guerra pueden llegar a ser, a la vez que luminosas (“En aquellos días, hasta el suelo de la ciudad parecía generar una fuerza especial: en los parques, las dalias enormes, de vino y terciopelo, y los árboles, en los que las hojas estiraban cada nervadura hacia el sol, proclamaban la idea de unos momentos de placidez gloriosa” (p. 96)), plenamente escalofriantes: “Nadie se atrevía a imaginar que podría dormir. Con apatía, los heridos y moribundos veían cómo cambiaba la luz del atardecer en las paredes de hospitales que acaso se derrumbarían esa misma noche” (p. 97).
Elizabeth Bowen sabe reflejar la emoción y la ansiedad que está al acecho en el corazón de Stella y Robert, los amantes en el corazón de la novela: “Stella asociaba la época en que había conocido a Robert con el tintineo glacial de los cristales rotos cuando los barrían junto a las hojas crujientes del otoño.” (p. 98). Se trata no tanto de una novela de amor en tiempos de guerra como de una novela de amor a pesar de esos tiempos: “El atractivo de los placeres residía en el azar, en la inestabilidad de sus escenarios, como si fueran telones de un teatro, en su anacronismo: el grupito pasaba jubilosas noches yendo de un lado a otro, de bares a tabernas, de clubes a casas particulares” (p. 100).
Aunque este libro ha sido descrito como “novela de guerra”, la mentira causa tantos desastres como las bombas. Incluso algo tan benigno como una visita a Holme Dene, la finca familiar de Robert, está envuelta en el más oscuro secreto. Sorprendente y significativo es el descubrimiento de que sus habitantes guardan celosamente sus raciones de mantequilla: “Cada miembro de la familia tenía su ración delante de su plato (…) Era el preocupante comienzo de la semana de racionamiento (…) La vida independiente que llevaba Stella en Londres, de restaurante en restaurante, la había protegido frente a las muchas y desagradables realidades domésticas. Por alguna razón, aquellos cuencos de colores la hicieron sentirse miserable y triste” (p. 118).
La novela fluctúa hacia atrás y adelante en el tiempo, hace pequeñas incursiones fuera de la ciudad, como para escapar de los bombardeos, no muy segura de los acontecimientos que narra y de su secuencia (y sobre todo su consecuencia). Regresar de sus excursiones a pueblos dormitorio permite a Stella Rodney lograr al menos un atisbo de claridad, una explicación racional en mitad del caos: “Stella, que también volvía a casa, se tranquilizó bajo la mirada de Hannah. Sonrió a la muchacha, pero no había nada que decir -sobre todo, en aquel momento no había nada que decir-. En el futuro, cada vez que recordara aquel espejismo de Mount Morris en plena victoria, vería a Hannah allí, de pie, al sol, indiferente como un palo.” (p. 188).
Se sabe que la propia Elizabeth Bowen tuvo un apasionado romance durante la mayor parte de la guerra con un joven diplomático canadiense llamado Charles Ritchie, a quien dedicó la novela. Conciliar la vida social y la familiar suponía un reto para una londinense. Para las clases medias, a las que Bowen pertenecía, no sólo hubo racionamiento de comida, sino de servicios básicos. Era posible permanecer en el ámbito de lo privado, refugiarse en el anonimato, y al mismo tiempo, comunicarse con el exterior, con gente que uno nunca hubiera conocido en otras circunstancias. Tal vez por eso, mientras otras novelas de esta época están llenas de gente que corren en busca de refugio, «El Fragor del Día» transpira una cierta sensación de nostalgia por un paraíso perdido. El amor prohibido de Stella y Robert y otros muchos secretos impregnan una historia hábilmente urdida. La edición de Impedimenta es exquisita. La historia, inolvidable. [José de María Romero Barea]