La novela simboliza la revolución cultural de los años 60. Su libertarismo es la quintaesencia de la Argentina de la época. Avatar de la contracultura, su reorganización es ética y estética: “Todo un espectáculo, el musculoso pie, magníficamente posado en el suelo después del golpe, recortándose nítido contra el cuello del derrotado: yo lo vi con mis propios ojos, y qué lejos aquellos tiempos, Sebastián, cuando un suboficial dado de baja por la libertadora pacientemente nos enseñaba el marxismo” (p. 15). Metáfora del bloqueo creativo, crónica de un punto muerto, «El Fiord» es la descripción minuciosa de una sexualidad torturada. Su estilo fluctúa entre la amenaza y la necesidad de posesión. Lamborghini se anticipa a la narrativa actual, en la que el autor analiza tanto la psicología de los personajes como su propia psique: “Atilio Tancredo Vacán ya gatea. Chupa de la teta de su madre una telaraña que no lo nutre, seca ideología. El Loco me mira mirándome degradándome a víctima suya: entonces, ya lo estoy jodiendo. Paso a ser su verdugo. Pero no se acabó ni se acabará lo que se daba” (p. 23).
Entramado de impulsos asesinos, estupidez e imprudencia, la novela podría considerarse al mismo tiempo trasunto del propio Lamborghini, breve autobiografía en la que los personajes y su autor son uno y el mismo, una cifra, una construcción ficticia que se abandona con placer al arte de la insustancialidad: “Qué lindos pechos los de Carla Greta Terón. Se los remamé hasta de leche materna empacharme. Coger fue una gran alegría para ambos, cojer y acabar juntos, moción aprobada por unanimidad. Y cuando entré al comedor empujando la cama, yo, yo era otro” (p. 26). Relato de horror que no justifica ni disuade, fiel fragmento de vida, «El Fiord» es, además, tubo de ensayo dentro del cual Lamborghini cultiva los virus obsesivos y compulsivos de la modernidad. Sólo la obra de un autor vanidoso, narcisista y obsesionado consigo mismo podía ser tan receptiva. Sólo una novela sobre la enfermedad podía ser causa y cura de todos los males. Su autor es un héroe de la libertad esclavizado por una droga de síntesis.
La novela se lee hoy tan fresca como entonces. El fraseo avanza a golpes de riff y marcas comerciales. Reportaje inexpresivo, debe tanto al estilo duro del escritor de novela policíaca Dashiell Hammett como a los teóricos de la filosofía del lenguaje. Al evitar la retórica y el exceso de adjetivos, Lamborghini incide en lo que no se puede decir: “Todos nos sentamos a la mesa sin chistar. (…) Recuerdo que me soné los mocos con los dedos y me los colgué de las pestañas, como si fueran lágrimas. Tenía perfecta conciencia” (p. 33). Rostro de Jano, «El Fiord» inaugura una sociedad violentamente lúcida. En el párrafo final se escribe: “Alcira Fafó fumaba el clásico cigarrillo de sobremesa y disfrutaba. Hacía coincidir sus bocanadas de humo con los huecos de las letras, que eran de mil colores. Me lo agarró al entrañable Sebas de una oreja y lo derrumbó bajo el peso de la bandera. Yo la ayudé a incrustarle el mástil en el escuálido hombro: para él era un honor, después de todo. Así, salimos en manifestación” (p. 35). La negación de la adicción, inherente a la trama, hace que la novela pueda ser leída como una parábola diabólica sobre la alienación moderna.
Microscopio a través del cual examinar el alma del hombre bajo el capitalismo de finales del siglo XX, este relato breve se convierte en arquetipo de la idealización del exceso que tanto ha caracterizado nuestra era. De ejercicio narcisista a diagnosis y remedio contra el autoengaño; de pura confesión a novela de culto; de chiste fácil para gustos poco refinados a alegoría de la forma en la que una subcultura muta, se extiende y arraiga en la sociedad, «El Fiord» altera irremediablemente aquello sobre lo que parasita. [José de María Romero Barea]