«El Faro» es una de las películas más polémicas de la temporada… Pero, ojo, porque más que un relato de terror, es un retrato de la masculinidad tóxica.
Mucho se está hablando de «El Faro» por motivos de lo más diversos. Hay quien se sorprende de que Robert Pattinson se haya prestado a protagonizar un film tan excéntrico y alejado de la imagen de ídolo juvenil que muchos siguen teniendo de él. (Algo que, por cierto, no tiene ningún tipo de justificación si consideramos que el actor ha dedicado los últimos años a trabajar con directores tan fuera de la norma como David Cronenberg, Claire Denis o los hermanos Safdie.) Hay quien quiere forzar la polémica tachando a la película de ininteligible para empequeñecer el hype que el director Robert Eggers abrió de forma espectacular con su anterior «The VVitch» (2015), que en su título castellano optaba por un «La Bruja» que perdía la doble v en referencia al inglés de hace varios siglos.
Sea como sea, de «El Faro» se está hablando, sobre todo, como nuevo puntal de ese gothic folk que muchos quieren ver como la salvación del género de terror. A Eggers se le emparenta con Ari Aster no solo por la tendencia de ambos a inclinarse por historias de horror con referencias atávicas (tanto el árbol geneológico de «Hereditary» como la secta atroz de «Midsömmar«). También se les emparenta a través de A24, la productora que está abriendo brecha en el terror indie acercándolo al cine de autor clásico. Y, en este paradigma, está claro que el film protagonizado por Pattinson y Willem Dafoe tiene mucho de gothic folk.
«El Farro» narra la historia de dos fareros que llegan a una isla ignota para cuidar de su faro durante una temporada, lo que inmediatamente aleja al espectador de la feminidad hechicera de «La Bruja» y lo apunta hacia una tradición literaria mucho más masculina. Hacia una literatura macha con la piel curtida por el salitre del mar como es la de Hemingway y Melville. «The VVitch» podía entenderse como un relato gótico de brujas, aunque en verdad trazaba un apasionante retrato de la feminidad en un momento histórico en el que la sublimación de lo femenino se entendió (y vilipendió) como brujería. «El Faro«, por su parte, pendula hacia el lado totalmente opuesto y parece ofrecer una cuento de marineros, cuando en realidad está (des)dibujando un retrato de lo masculino en un momento histórico (aquel, este y el futuro) en el que la sublimación del macho solo puede entenderse como tóxico.
La película de Eggers rebosa de simbología puramente masculina. ¿Qué es un faro si no un falo gigantesco? Un símbolo que impone una verticalidad que el director traslada hacia la propia imagen, con un formato cuadrado que se aleja de la horizontalidad de las películas contemporáneas y que subraya lo claustrofóbico del relato de estos dos fareros que cada vez se sentirán más y más atrapados en una isla de la que no pueden escapar. También está Poseidón, que Thomas Wake (Dafoe) invoca en una maldición para, más tarde, encarnarse en él en un plano fantástico e imponente. Y, finalmente, están los rituales de machos, como no hablar, no establecer lazos afectivos, desconfiar del prójimo, beber hasta altas horas de la madrugada y acabar bailando y cantando hasta desplomarse en el suelo.
Lo interesante es que esta simbología masculina se trenza con otra simbología que explora una doble dirección. Por un lado están los símbolos de la tradición oral gótica, desde las sirenas (objeto de deseo y señal de la pulsión sexual no resuelta) hasta las gaviotas (como animales en los que habitan las almas de los marineros muertos en el mar). Pero, y aquí radica la genialidad de Eggers (una genialidad que lo acerca más a Melville que a Ari Aster), también hay en «El Faro» todo un conjunto de símbolos puramente culteranos que enlazan la película con la mitología griega.
Poseidón, obviamente. Pero también el mito de Prometeo: Ephraim Winsolw (Pattinson) se obsesiona con alcanzar la linterna que corona el faro porque, en este caso, la luz juega el mismo papel que el fuego en el mito griego. Tanto la luz como el fuego son símbolo del conocimiento que se nos quiere ocultar. También es un privilegio que conlleva un castigo, porque el conocimiento siempre produce dolor (es decir: lo contrario a la felicidad del ignorante): Prometeo acababa encadenado a una roca con un águila que regresaba cada día para arrancarle las entrañas (que se regeneraban cada noche, puesto que era un titán), y así acaba precisamente Winslow en un plano final onírico e impactante.
Porque, al fin y al cabo, «El Faro» es una gran metáfora de cómo dos hombres encerrados van escalando en una espiral de masculinidad tóxica destinada a demostrar quién la tiene más grande, quién es más hombre, quién aguanta más. Y de cómo esa masculinidad tóxica les conduce irremediablemente hacia una locura en la que realidad y ficción se confunden, en la que lo que los símbolos dejan de serlo para convertirse en algo real que separa y une a los dos hombres hasta incluso rozar un homoerotismo latente. Ya se sabe lo que dicen: cuando algo se lleva hasta el extremo, acaba convirtiéndose en su opuesto. Y no hay nada más homoerótico que el machirulismo exacerbado. [Más información en la web de «El Faro»]