En «El Arte de la Fuga», Vicente Valero habla de tres escritores (San Juan de la Cruz, Friedrich Hölderlin y Fernando Pessoa) que se encontraron al huir de ellos mismos.
Cuando de ficción se trata, la literatura parece destinada básicamente a jugar dos papeles posibles: por un lado, puede practicarse como un escapismo absoluto, una fabulación tan alejada del propio autor que resulta imposible encontrar rastros e indicios que conduzcan hasta él; o, por el contrario, también puede concebirse como una de esas ficciones que funcionan a modo de máscara, ocultando el rostro con creaciones imaginarias pero dejando al descubierto la mirada verdadera, esa mirada que te conduce directamente a quien escribe. Ahora bien, también existe otro tipo de literatura, eso que Capote hacía tan bien de servirse de una realidad que le fascina para acabar hablando de él mismo a través de su recreación lo más fidedigna y pluscuamperfecta posible.
Eso sí: Truman pudo rastrear la realidad que le fascinaba (por muy problemática que fuera) en «A Sangre Fría» parar recrearla con su escritura, por ejemplo, pero ¿qué pasa cuando la realidad no puede ser rastreada ni recreada porque es muy lejana en el tiempo? Eso mismo parece preguntarse Vicente Valero en «El Arte de la Fuga» (editado por Periférica). Su punto de partida es engañosamente sencillo: este tomo reúne tres relatos cortos que hablan de tres momentos en concreto en la biografía de determinados autores literarios imprescindibles alejados entre sí en el tiempo. Abren el libro San Juan de la Cruz y su dulce muerte en el silencio más absoluto mientras a su alrededor bullen las opiniones encontradas entre los que le adoran y los que recelan de su arte. A continuación, Friedrich Hölderlin se embarca en eternas caminatas impelidas por el amor que acabarán conduciéndole a un único punto de destino: la muerte desesperada. Y, por último, Fernando Pessoa se deja poseer por una presencia ajena y mística que le dicta algunos de sus mejores textos.
Lo que diferencia a estos tres autores ya ha quedado dicho más arriba: el tiempo, una cronología lineal que les sitúa en épocas diferentes. También en lugares diferentes. Pero lo importante para Valero no es lo que les separa, sino lo que les une: leer «El Arte de la Fuga» de un tirón permite percibir un brillante hilo de plata que, al estirarlo, consigue replegar el tiempo y el espacio, uniendo a estos tres autores en tres momentos de sus vidas en los que optaron por la fuga como medio de vida, como medio de creación, como herramienta para alejarse de ellos mismos a la vez que se acercaban a su esencia más íntima. El propio título del manuscrito lo dice de forma más que elocuente: la fuga como arte, como un arte que no tiene por qué quedar por escrito sino que, al fin y al cabo, acaba morando en un imaginario popular que lo inmortaliza y permite que llegue hasta nuestros días.
Es así precisamente como se aproxima Valero a sus objeto de estudio: los tres relatos de «El Arte de la Fuga» tienen mucho de leyenda popular, de relato que se ha ido transmitiendo con el transcurrir de las generaciones, de «tal persona dice que ocurrió de esta forma» o «se comenta que ocurrió de esta otra manera«. Ante la imposibilidad de obtener un retrato de primera mano, el escritor juega más bien a apoyarse en la sabiduría popular y en lo que se lee como un profundo proceso de documentación para saltar hacia el cielo abierto de lo lírico y lo poético. Es allá donde Valero gana la partida y consigue crear un libro que se presenta ante el lector como una joyita en miniatura, como algo que puedes ver (/ leer) en un instante pero que revela su belleza si lo miras (/ lees) poco a poco, intentando apreciar todas sus cualidades ocultas. Intentando revelar esa misteriosa luz que late en el corazón de la piedra transparente.